lunes, 10 de febrero de 2020

El viacrusis de los pensionados


Viernes 07 de septiembre del 2018. 5: 12 am indica el despertador. Hora de levantarse, hay que ir al banco para cobrar la pensión. Hay que ir porque sigo sin tarjeta de débito, cambió el cono monetario y en mi monedero no hay una moneda, y menos un billete. Me ducho, me visto, preparo café y tres pastelitos de queso. Me como uno y guardo dos. Los meto en el kit para las colas: botella mediana con agua, el tentempié y, por supuesto un libro. Ese día mis manos tomaron a Coelho. Años sin leerlo. Me parece repetitivo, sin embargo las manos llegaron derecho a “El Zahir”. Bien, es necesario seguir la intuición.
Salgo de casa a las 6:10 am. Camino hasta el banco. Llego a las 6:47. Tengo manía de consultar la hora cuando salgo, cuando llego a mi destino y cada vez que pasa algo que me llama la atención. También tengo la manía de contar los escalones que subo o bajo.
La cola para entrar al banco es larga. Ocupa tres cuadras. La cola termina justo frente al patio inmenso y frondoso de la Iglesia de los Santos de Jesucristo de los últimos días (creo que ese es el nombre). A esa hora es maravilloso estar cerca de los árboles porque los pájaros vuelan haciendo sus ejercicios matinales, afinan sus gargantas, el sol es claro y suave. No hace calor. Me digo: “Bueno, será larga la jornada, pero en este momento puedes leer y disfrutar del canto de los pájaros y ver los árboles. No voltees, la basura está del otro lado de la calle.” Abro el libro y comienzo a leer desde la página cero. Me parece no haber leído nunca ese libro. Pienso que cada vez que uno vuelve a leer un libro es como encontrarse años después con un amigo querido, es el mismo y también es otro. A veces más profundo, a veces más superficial; a veces nos gusta más, otras menos. ¿Es el amigo el que cambia o somos nosotros?
8:00 de la mañana y la cola no se ha movido ni un centímetro. Sigue llegando gente. Yo sigo leyendo. No me provoca conversar. Leo:
«Y de repente, en medio de la nave central, me doy cuenta de algo importante: la catedral soy yo, es cada uno de nosotros. Vamos creciendo, cambiando de forma, nos abordan algunas debilidades que deben ser corregidas, no siempre escogemos la mejor solución, pero a pesar de todo seguimos adelante, intentando mantenernos erguidos, correctos, de modo que honremos no a las paredes, ni a las puertas o las ventanas, sino al espacio vacío que está allí dentro, el espacio que adoramos y veneramos, aquello que nos es querido e importante.
»Si, somos una catedral, sin duda. Pero ¿qué hay en el espacio vacío de mi catedral interior?
Esther, el Zahir.»
Me quedo absorta pensando en si tengo un zahir. Creo que si. No sé. Creo que no. Una señora me toca el hombro y me dice que la cola está caminando, tres pasos contados, pero algo es algo. Vuelvo a la lectura. El autor habla de la Libertad… Dice que incluso cuando estuvo preso era libre… Eso es la Libertad… Complejo y profundo.
El sol sigue subiendo, la calle se llena de ruidos, gente, carros, motos, los de la cola se animan y hablan alto para poder escucharse, se hace difícil leer. Insisto tercamente en mi burbuja para no dejarme llevar por la desesperanza, la frustración mía y ajena. Hoy no quiero escuchar historias de dolor, hambre y miedo. Con lo que tengo me basta. Hoy quiero leer a Coelho, hoy quiero reafirmar que soy libre aunque esté presa, que soy la hija predilecta del universo aunque esté en esa humillante cola, aunque eso sea una pretenciosura.
La gente alrededor comienza a cansarse de estar de pie, se sientan en la acera. Otros “marcan la cola”, es decir, le piden a quien está delante y detrás que les cuiden el puesto, que ya vienen, que van a hacer algo y ya regresan.
9:40 am. No hemos avanzado ni un centímetro. A mi derecha siguen los árboles y los pájaros del patio de la iglesia. La señora que está delante de mí llama mi atención para mostrarme un par de zapatos, unas botas de obrero que están abandonadas tras la cerca que nos separa del patio de la iglesia. Le digo que a mí me impresionan los zapatos abandonados en la calle. Ella se sorprende y me pregunta si es porque pienso que a los dueños los mataron. Le respondo que no lo había pensado así, pero que a lo mejor es eso. Intento volver a Coelho: “Tiempo de romper, tiempo de coser, título basado en un verso del Eclesiastés, se publicó a finales de abril.” Me quedo pensando en el paralelismo… Tiempo de romper, tiempo de coser…
La cola se mueve un poco. Llegamos a la esquina donde termina el patio de la iglesia y donde hay un montón de basura apilada desde ¿siempre? El olor a orines rancios es insoportable. La señora que está delante de mí se ríe y dijo que habíamos llegado a la esquina de El Calvario. No puedo evitar sonreír y le pregunto porqué se llama así. Ella me responde sonreída que así le dice la gente porque ahí empieza una cuesta, pequeña, pero cuesta, y por el olor permanente a orines y basura. El humor salva a los venezolanos, dicen humoristas como Laureano Márquez y Emilio Lovera, yo digo que el humor nos venda los ojos. Le buscamos el lado chistoso a la vida, creemos que nos burlamos aunque en realidad buscamos la manera para no ver lo que nos aturde, nos humilla, nos rompe por dentro. No es una salvación, lo siento Laureano, lo lamento, Emilio.
En la esquina del calvario pasamos no sé cuanto tiempo. Ya ni quiero consultar la hora, ya no puedo leer. Marco el libro en la página 89. Me sorprende todo lo que he leído. Intento respirar y no salir corriendo. Necesito sacar efectivo.
El cielo se pone gris. Amenaza lluvia. Lo que faltaba. Comienza a lloviznar. Guardo mi libro. Tengo hambre, pero cómo puedo comer algo junto a la basura. Me aguanto. Era una nube pasajera. Escampa.
Se mueve la cola. Ya no siento el olor a orines rancios. Ahora estamos parados sobre una acera típica de Guarenas. Tan angosta que apenas cabe un pie. Hay que pararse de frente a la calle. Los carros nos embisten cada vez que pasan porque tienen que hacer una curva cerrada para incorporarse a la cuesta del calvario. Decido incorporarme a la conversación de las señoras que están delante mí. Alaban a sus nietos. Todos son muy inteligentes y hasta hermosos. Una se vanagloria de lo alto que es su nieto porque tiene 12 años y es una cabeza más alto que ella, la otra le comenta que los nietos de ella también son altísimos, que viven en Caracas y uno en Apure porque su hijo es militar y lo mandaron para allá. Yo simplemente sonrío. Cambian el tema de conversación porque se incorporó el señor que está delante de ellas. Él nos cuenta que tiene casa en Higuerote y lancha, que su casa es tan grande que en el estacionamiento caben tres carros; dice que cuando van todos para allá, sacan los carros y convierten el estacionamiento en patio de bolas criollas y que, como tiene lancha, cuando se va pescar, trae pescado en abundancia, que hacen parrillas de pescado y la acompañan con tostones de topocho porque los plátanos son carísimos. Entonces todos hablamos de lo hospitalaria que era HIguerote, que todos disfrutamos en algún momento estar ahí, aunque sea de paso. Coincidimos en que desde que fue declarada zona de paz y los cuerpos de seguridad no pueden actuar, la delincuencia no permite que la disfrutemos. Caímos en los temas de la vida real y nadie quiere hablar de la vida de verdad, verdad. Todos coincidimos en que eso es de hace dos años para acá y todos deseamos fervientemente que Higuerote recupere su esencia.
11:02. Vi la hora porque la cola avanzó hasta la entrada del estacionamiento del edificio donde está la agencia del Banco Bicentenario. Claro desde ahí hasta la puerta anhelada nos quedan dos cuadras. Lo interesante de esta entrada es que allí depositan los pipotes de basura del edificio y, aunque vimos al camión del aseo vaciarlos, quedaron la putrefacción y los gusanos. Allí estamos parados. La conserje del edificio barre los gusanos. Ella tiene tapaboca, pero no tiene botas de seguridad. Pienso en que esa pobre mujer está expuesta a contraer cualquier enfermedad. Alguien de la cola le pide que limpie con creolina o con kerosen, ella contesta que no hay ni agua en el edificio, que por eso solo está barriendo.
Nadie sabe cómo respirar. Los seres humanos somos animales de costumbres y sabemos que siempre se puede estar peor, así que poco a poco la gente comienza a hablar entre sí. Yo sigo muda, mirando para lontananza, como decía mi maestra de quinto grado, la Señorita Flor Valladares. Lontananza queda dentro de mí, porque del otro lado de la calle hay una cola igual de larga, pero de los sentados. Si, la gente que “marca la cola” y regresa a su puesto original solo cuando se mueve la cola, viene, sonríe, saluda y vuelve a decir, “ya vengo”. Me quedo mirando para lontananza. Sintiendo que no pertenezco al lugar en el que me encuentro, que no pertenezco a la gente que me rodea. No es aporofobia, lo sé, aunque no lo voy a explicar aquí. Simplemente no pertenezco.
Me saca de lontananza la voz estentórea de un señor alto, de barba larga y blanca, vestido de manera extravagante y que carga un palo que blande a diestra y siniestra. Él le pregunta a otro señor que habla con acento andino si se ha leído la Biblia. Pienso en que las peores conversas son las de política y religión. No me equivoco. El andino le contesta que sí. El otro le alecciona:
-       Ah bueno, entonces debe haber leído el Génesis y debe saber que Adán y Eva andaban desnudos en el Paraíso, que no se avergonzaban de su desnudez y que Eva no le dio a comer manzana a Adán, ella le dio a probar del fruto prohibido. No dice manzana ¿de dónde usted sacó eso?
-       Claro que si dice manzana, ¿de donde cree usted que salió el nombre de lo que los hombres tenemos aquí, en la garganta, la manzana de Adan?
-       Eso no tiene nada que ver. Usted no ha leído la Biblia.
-       Claro que sí, yo soy Cristiano. 
Y por ahí siguen en una discusión bizantina que me aturde. La voz del señor de barba me irrita los oídos. Él no tiene la culpa, claro, el problema es que mi oído derecho es hipersensible a los ruidos, hay algo ahí que no funciona bien. Me siento a punto de vértigo –una de las consecuencias de ese desperfecto. Intento volver a Coelho:
“Pasa una hora. Mikhail mira el reloj y veo que va a marcharse. Tengo que hacer algo inmediatamente. Cada vez que lo miro me siento más insignificante, y entiendo cada vez menos cómo Esther me cambió por alguien que parece tan fuera de la realidad (ella decía que él tenía poderes “mágicos”). Aunque sea muy difícil fingir que estoy cómodo, hablando con alguien que es mi enemigo, tengo que hacer algo.”
-       Señor, Dios ha acabado el mundo dos veces: la primera en candela y la segunda en agua. Eso está en la Biblia. – Dice el que tiene acento andino.
-       Jajajajajajaja ¿la primera en candela? ¿Cuándo fue eso?
-       ¿Usted no leyó la parte de Gomorra?
-       Jajajajajajajajaja Usted se refiere a Sodoma y Gomorra. Amigo, léalo usted mismo. Dios no ha acabado el mundo en candela nunca. Eso será con la tercera guerra mundial. La Biblia habla del Arca de Noe, eso sí, supuestamente, Dios acabó el mundo con una inundación. Ahora dígame usted: ¿de qué tamaño era el arca? ¿Con qué herramientas la hizo? ¿Cuántos hombres y mujeres entraron ahí? ¿La Edad de los metales ya había pasado? Digo, porque ¿con qué clavos y tornillos construyó el arca? Esas son preguntas interesantes.
-       Si… la historia de la mujer de Lot que no podía voltear para atrás y se convirtió en estatua de sal. Y él se quedó solo con las hijas. – Dijo el otro.
-       Y las hijas tuvieron que emborracharlo para que les hiciera el amor y pudieran tener hijos. – Completó una voz chillona de mujer que soltó una carcajada y aplaudió. ¿Por qué habrá gente que siente la necesidad de aplaudir mientras se ríe escandalosamente? 
El estruendo de la risa colectiva me saca nuevamente de mi lectura, pero intento seguir en la burbuja mientras repito como un mantra: “no pertenezco aquí, no pertenezco aquí, no pertenezco aquí...” De pronto escucho:
-       Señora, señora, señora… la que está leyendo
Entiendo que es conmigo y levanto la vista del libro. Era el hombre de la barba blanca y larga:
-       Está leyendo un libro muy interesante. Coelho.
-       Si, interesante –y bajo la vista nuevamente a las letras.
 Seguimos sobre los líquidos ya casi secos de la basura, los gusanos ya no están. No quiero pensar en qué fue de ellos. Por lo menos no los veo sobre mis zapatos.
1:37 pm. Nos movemos unos diez pasos. ¡Aleluya! ¡Llegué al poste! Salimos del basurero. Las dos cuadras hasta la puerta del banco siguen intactas, pero al menos ya no estamos sobre restos de basura y gusanos. Dos horas y media parados en la inmundicia. ¿Qué me está pasando? También estoy anestesiada. ¿Por qué no me voy? Tengo seis horas de pie, sobre basura, soportando olores infectos, escuchando disparates y sigo aquí. Fraga, ¿es a esto a lo que te refieres cuando hablas de las burbujas que debemos crearnos para que la realidad no nos toque? Supongo que no. Supongo que no sé. Supongo que la realidad me aplasta, no me deja respirar y sin aire no puedo pensar, estoy indefensa, soy vulnerable. Pienso en mi madre. En las pruebas durísimas de vida que ha tenido que sortear. Quiero asirme a ese ejemplo de vida: claudicar nunca, rendirse jamás. Ay, vieja querida, chica, como que me faltaron algunos genes.
Me como un pastelito que ya está duro, “correoso”. No sé si tengo hambre. Trato de distraerme masticando algo como un plástico. Bebo agua. Al menos no hay ningún mal olor, o mi nariz ya no lo percibe.
La señora que está delante de mí quiere conversar y me cuenta que su esposo, bueno su ex, solo que no se acostumbra porque él le habla y la visita de vez en cuando, pero nada que ver; bueno, su esposo se la hizo desde el primer día.
“Chica es que los hombres son así. Nosotros ya habíamos fijado la fecha para casarnos en la jefatura. En Petare. Bueno, cuando llegó el día yo me fui para allá y cual fue mi sorpresa, que el hombre no se apareció. ¡Imagínate tu! Yo hablé con la secretaria y la convencí para que llevara el libro hasta la casa de él que era por ahí cerca, en el edificio Bataglia, ¿sabes? Chica, ese libro no se podía sacar de la prefectura pero, será que le caí en gracia, ella aceptó y cuando fue la hora de almuerzo, nos fuimos. Yo tenía llave del apartamento así que abrí la puerta y lo llamé. Él estaba en el cuarto. Entré con el libro y le dije que firmara. Él no entendía nada. Me dijo que se sentía mal, pero firmó. Él me la hizo, yo se la hice.”
Yo sonreía y agradecí por este cuento porque me daba alimento para escribir.
En eso pasa una mujer que iba escribiendo un número en el brazo de las personas que estábamos en la cola. Cuando llega a mí le pregunto para qué hace eso. Ella responde que es para garantizar la atención. Coloca el número dos en la palma de mi mano izquierda. Va colocando los números de diez en diez. No sé en cuál decena entré yo. Nos marcaron como a las reses.
A las tres de la tarde comienza a correr la voz de que el banco cerraría a las tres y media, que nos quedaríamos sin cobrar y que para colmo de males, el lunes sería bancario. Me salgo por primera vez de la cola. Le digo a las señoras que voy a buscar información.
Llego a la puerta del banco con la suerte de que estaba hablando una mujer regordeta, de pelo rizado y brakets en los dientes:
-       Está claro que no los vamos a atender a todos. Nosotros no somos esclavos. Les vamos a hacer el favor de trabajar hasta las cuatro. Los que queden tendrán que venir el martes.
-       ¿Y para qué nos pusieron números en las manos? – pregunto mientras me siento francamente idiota.
-       Señora, ¿yo la marqué? No, ¿verdad? Que algún espontáneo haya salido a hacer eso no quiere decir que el banco esté obligado a atenderlos.
-       Pero anunciaron un operativo especial… -continúa la idiota que se había apoderado de mí.
-       Bueno, señora, ¿qué más quiere? trabajaremos hasta las cuatro. – Se da la media vuelta y entra. 
Yo también me doy la media vuelta y camino hasta mi puesto en la cola, obediente, furiosa, humillada. Cuento lo que me dijeron. Todos nos quedamos ahí. Pegados a la acera. No sé para qué.
Tres y veinte. Decido llamar al número de teléfono que aparece en la libreta. Me atiende un joven cuyo nombre era Jefferson, el apellido no lo entendí. Le expongo la situación, él pide mi número de cédula. Se lo doy. Me pide que espere. Espero. “Gracias por su tiempo de espera, señora, los reclamos se deben hacer por las redes sociales del banco. ¿Algo más en lo que pueda ayudarla? Buenas tardes.”
Claudicar nunca, rendirse jamás. Escribo un tuit a la cuenta del banco, escribo otro. Pido que intervengan esa agencia. Estoy furiosa, pero soy impotente.
Hay truenos. El cielo se puso gris, completamente gris. Hace mucha brisa, viento, mejor dicho. Seguimos pegados a la acera. No sé para qué, no sé hasta cuando. A lo lejos veo que se acerca mi esposo caminando. Me había dicho que me buscaría a las tres si yo no había salido antes. Me ve, se acerca y me pregunta qué hago ahí, dice que es obvio que no cobraría. Que hay cuadra y media de gente delante de mí, que el banco ya va a cerrar. No sé que decirle.
En ese justo momento, como a propósito, como planificado, llega un viento fuertísimo, huracanado que rompe varios gajos del árbol inmenso y frondoso que está en la esquina del banco. La cola se disuelve. Todos corremos lejos de la lluvia de ramas y yo, mientras corro agarrada de la mano de mi esposo, pienso en las maneras que tiene la vida para arrancarnos de donde no debemos estar.