martes, 14 de abril de 2020

Una cuaresma diferente



      Coronavirus... ¡Qué cosa! Mucha reflexión. Pienso que está hablando el planeta, que nos dice: "Quédate contigo, solo tu contigo. Obsérvate y revísate. Piensa... Transformate. Busca tu mejor versión. ¡Epa, es con
todos!"
      Sé que hay quienes están buscando culpables para castigarlos, obligarlos a pagar (¿acaso con dinero se recuperarán las vidas de quienes se fueron por su causa?), son los policías del mundo. Otros
sacan provecho, llevan a subastas mascarillas y cualquier tipo de insumos para el mejor postor; son la maquila planetaria. Hay quienes juegan al héroe y mandan legiones de médicos al mundo entero; son los
viejos superhéroes que ya no salvan princesas en torres de castillos.
      Mientras tanto, por las calles de un pueblo colombiano, se pasea un oso frontino. El silencio y la paz le permiten explorar fronteras ¿o intentar recupera sus espacios? Las aguas de los canales de Venecia se aclaran y los peces y los cisnes deciden volver a la vida, mientras la muerte hace una fiesta macabra en Italia con los humanos. En mi casa hemos vuelto a escuchar los sonidos del silencio, no la canción de Simon & Garfunkel (que también), sino los grillos y sapitos en la noche, alguna chicharra pidiendo agua y
simplemente el viento que viaja libre sin carros y gandolas por la autopista. Las estrellas se ven más claras porque no hay luces de neón.
      A ver... Yo con yo. Me gusta el silencio que siento. Me gusta ver a la gente con mascarillas y guantes. No por morbo, por Dios, sino porque entiende que la vacuna contra el virus es cada uno de nosotros, es la prevención. Me gusta que en casa hemos encontrado montones de cosas que compartir y hacer. Cosas
sencillas, básicas como jugar "stop", dominó o bailar. Cosas como que el abuelo le enseña a la nieta la calistenia que hacía cuando era niño y soñaba con ser grandeliga. Cosas como dibujar manos y pies y pegar las hojas de tres en tres para hacer con el cuerpo la figura de cada línea, reírnos cada vez que alguno cae. Simplemente hacer pan, que el abuelo aprenda y disfrute amasar el pan y hacer una fiesta con el olor que nos avisa que ya podemos comerlo.
      Tengo conciencia de la hecatombe financiera mundial, de que nadie sabe cuándo y cómo será el día después, pero tengo la certeza de que nos inspirará el amor y luego podremos contar cómo fueron estos días, hablar de los verdaderon héroes: los que trabajan sin descanso en el sector salud y en el alimentario, los héroes como bomberos. Ojalá aprendamos y esta vez escribamos la Historia como es: desde el amor.

lunes, 10 de febrero de 2020

El viacrusis de los pensionados


Viernes 07 de septiembre del 2018. 5: 12 am indica el despertador. Hora de levantarse, hay que ir al banco para cobrar la pensión. Hay que ir porque sigo sin tarjeta de débito, cambió el cono monetario y en mi monedero no hay una moneda, y menos un billete. Me ducho, me visto, preparo café y tres pastelitos de queso. Me como uno y guardo dos. Los meto en el kit para las colas: botella mediana con agua, el tentempié y, por supuesto un libro. Ese día mis manos tomaron a Coelho. Años sin leerlo. Me parece repetitivo, sin embargo las manos llegaron derecho a “El Zahir”. Bien, es necesario seguir la intuición.
Salgo de casa a las 6:10 am. Camino hasta el banco. Llego a las 6:47. Tengo manía de consultar la hora cuando salgo, cuando llego a mi destino y cada vez que pasa algo que me llama la atención. También tengo la manía de contar los escalones que subo o bajo.
La cola para entrar al banco es larga. Ocupa tres cuadras. La cola termina justo frente al patio inmenso y frondoso de la Iglesia de los Santos de Jesucristo de los últimos días (creo que ese es el nombre). A esa hora es maravilloso estar cerca de los árboles porque los pájaros vuelan haciendo sus ejercicios matinales, afinan sus gargantas, el sol es claro y suave. No hace calor. Me digo: “Bueno, será larga la jornada, pero en este momento puedes leer y disfrutar del canto de los pájaros y ver los árboles. No voltees, la basura está del otro lado de la calle.” Abro el libro y comienzo a leer desde la página cero. Me parece no haber leído nunca ese libro. Pienso que cada vez que uno vuelve a leer un libro es como encontrarse años después con un amigo querido, es el mismo y también es otro. A veces más profundo, a veces más superficial; a veces nos gusta más, otras menos. ¿Es el amigo el que cambia o somos nosotros?
8:00 de la mañana y la cola no se ha movido ni un centímetro. Sigue llegando gente. Yo sigo leyendo. No me provoca conversar. Leo:
«Y de repente, en medio de la nave central, me doy cuenta de algo importante: la catedral soy yo, es cada uno de nosotros. Vamos creciendo, cambiando de forma, nos abordan algunas debilidades que deben ser corregidas, no siempre escogemos la mejor solución, pero a pesar de todo seguimos adelante, intentando mantenernos erguidos, correctos, de modo que honremos no a las paredes, ni a las puertas o las ventanas, sino al espacio vacío que está allí dentro, el espacio que adoramos y veneramos, aquello que nos es querido e importante.
»Si, somos una catedral, sin duda. Pero ¿qué hay en el espacio vacío de mi catedral interior?
Esther, el Zahir.»
Me quedo absorta pensando en si tengo un zahir. Creo que si. No sé. Creo que no. Una señora me toca el hombro y me dice que la cola está caminando, tres pasos contados, pero algo es algo. Vuelvo a la lectura. El autor habla de la Libertad… Dice que incluso cuando estuvo preso era libre… Eso es la Libertad… Complejo y profundo.
El sol sigue subiendo, la calle se llena de ruidos, gente, carros, motos, los de la cola se animan y hablan alto para poder escucharse, se hace difícil leer. Insisto tercamente en mi burbuja para no dejarme llevar por la desesperanza, la frustración mía y ajena. Hoy no quiero escuchar historias de dolor, hambre y miedo. Con lo que tengo me basta. Hoy quiero leer a Coelho, hoy quiero reafirmar que soy libre aunque esté presa, que soy la hija predilecta del universo aunque esté en esa humillante cola, aunque eso sea una pretenciosura.
La gente alrededor comienza a cansarse de estar de pie, se sientan en la acera. Otros “marcan la cola”, es decir, le piden a quien está delante y detrás que les cuiden el puesto, que ya vienen, que van a hacer algo y ya regresan.
9:40 am. No hemos avanzado ni un centímetro. A mi derecha siguen los árboles y los pájaros del patio de la iglesia. La señora que está delante de mí llama mi atención para mostrarme un par de zapatos, unas botas de obrero que están abandonadas tras la cerca que nos separa del patio de la iglesia. Le digo que a mí me impresionan los zapatos abandonados en la calle. Ella se sorprende y me pregunta si es porque pienso que a los dueños los mataron. Le respondo que no lo había pensado así, pero que a lo mejor es eso. Intento volver a Coelho: “Tiempo de romper, tiempo de coser, título basado en un verso del Eclesiastés, se publicó a finales de abril.” Me quedo pensando en el paralelismo… Tiempo de romper, tiempo de coser…
La cola se mueve un poco. Llegamos a la esquina donde termina el patio de la iglesia y donde hay un montón de basura apilada desde ¿siempre? El olor a orines rancios es insoportable. La señora que está delante de mí se ríe y dijo que habíamos llegado a la esquina de El Calvario. No puedo evitar sonreír y le pregunto porqué se llama así. Ella me responde sonreída que así le dice la gente porque ahí empieza una cuesta, pequeña, pero cuesta, y por el olor permanente a orines y basura. El humor salva a los venezolanos, dicen humoristas como Laureano Márquez y Emilio Lovera, yo digo que el humor nos venda los ojos. Le buscamos el lado chistoso a la vida, creemos que nos burlamos aunque en realidad buscamos la manera para no ver lo que nos aturde, nos humilla, nos rompe por dentro. No es una salvación, lo siento Laureano, lo lamento, Emilio.
En la esquina del calvario pasamos no sé cuanto tiempo. Ya ni quiero consultar la hora, ya no puedo leer. Marco el libro en la página 89. Me sorprende todo lo que he leído. Intento respirar y no salir corriendo. Necesito sacar efectivo.
El cielo se pone gris. Amenaza lluvia. Lo que faltaba. Comienza a lloviznar. Guardo mi libro. Tengo hambre, pero cómo puedo comer algo junto a la basura. Me aguanto. Era una nube pasajera. Escampa.
Se mueve la cola. Ya no siento el olor a orines rancios. Ahora estamos parados sobre una acera típica de Guarenas. Tan angosta que apenas cabe un pie. Hay que pararse de frente a la calle. Los carros nos embisten cada vez que pasan porque tienen que hacer una curva cerrada para incorporarse a la cuesta del calvario. Decido incorporarme a la conversación de las señoras que están delante mí. Alaban a sus nietos. Todos son muy inteligentes y hasta hermosos. Una se vanagloria de lo alto que es su nieto porque tiene 12 años y es una cabeza más alto que ella, la otra le comenta que los nietos de ella también son altísimos, que viven en Caracas y uno en Apure porque su hijo es militar y lo mandaron para allá. Yo simplemente sonrío. Cambian el tema de conversación porque se incorporó el señor que está delante de ellas. Él nos cuenta que tiene casa en Higuerote y lancha, que su casa es tan grande que en el estacionamiento caben tres carros; dice que cuando van todos para allá, sacan los carros y convierten el estacionamiento en patio de bolas criollas y que, como tiene lancha, cuando se va pescar, trae pescado en abundancia, que hacen parrillas de pescado y la acompañan con tostones de topocho porque los plátanos son carísimos. Entonces todos hablamos de lo hospitalaria que era HIguerote, que todos disfrutamos en algún momento estar ahí, aunque sea de paso. Coincidimos en que desde que fue declarada zona de paz y los cuerpos de seguridad no pueden actuar, la delincuencia no permite que la disfrutemos. Caímos en los temas de la vida real y nadie quiere hablar de la vida de verdad, verdad. Todos coincidimos en que eso es de hace dos años para acá y todos deseamos fervientemente que Higuerote recupere su esencia.
11:02. Vi la hora porque la cola avanzó hasta la entrada del estacionamiento del edificio donde está la agencia del Banco Bicentenario. Claro desde ahí hasta la puerta anhelada nos quedan dos cuadras. Lo interesante de esta entrada es que allí depositan los pipotes de basura del edificio y, aunque vimos al camión del aseo vaciarlos, quedaron la putrefacción y los gusanos. Allí estamos parados. La conserje del edificio barre los gusanos. Ella tiene tapaboca, pero no tiene botas de seguridad. Pienso en que esa pobre mujer está expuesta a contraer cualquier enfermedad. Alguien de la cola le pide que limpie con creolina o con kerosen, ella contesta que no hay ni agua en el edificio, que por eso solo está barriendo.
Nadie sabe cómo respirar. Los seres humanos somos animales de costumbres y sabemos que siempre se puede estar peor, así que poco a poco la gente comienza a hablar entre sí. Yo sigo muda, mirando para lontananza, como decía mi maestra de quinto grado, la Señorita Flor Valladares. Lontananza queda dentro de mí, porque del otro lado de la calle hay una cola igual de larga, pero de los sentados. Si, la gente que “marca la cola” y regresa a su puesto original solo cuando se mueve la cola, viene, sonríe, saluda y vuelve a decir, “ya vengo”. Me quedo mirando para lontananza. Sintiendo que no pertenezco al lugar en el que me encuentro, que no pertenezco a la gente que me rodea. No es aporofobia, lo sé, aunque no lo voy a explicar aquí. Simplemente no pertenezco.
Me saca de lontananza la voz estentórea de un señor alto, de barba larga y blanca, vestido de manera extravagante y que carga un palo que blande a diestra y siniestra. Él le pregunta a otro señor que habla con acento andino si se ha leído la Biblia. Pienso en que las peores conversas son las de política y religión. No me equivoco. El andino le contesta que sí. El otro le alecciona:
-       Ah bueno, entonces debe haber leído el Génesis y debe saber que Adán y Eva andaban desnudos en el Paraíso, que no se avergonzaban de su desnudez y que Eva no le dio a comer manzana a Adán, ella le dio a probar del fruto prohibido. No dice manzana ¿de dónde usted sacó eso?
-       Claro que si dice manzana, ¿de donde cree usted que salió el nombre de lo que los hombres tenemos aquí, en la garganta, la manzana de Adan?
-       Eso no tiene nada que ver. Usted no ha leído la Biblia.
-       Claro que sí, yo soy Cristiano. 
Y por ahí siguen en una discusión bizantina que me aturde. La voz del señor de barba me irrita los oídos. Él no tiene la culpa, claro, el problema es que mi oído derecho es hipersensible a los ruidos, hay algo ahí que no funciona bien. Me siento a punto de vértigo –una de las consecuencias de ese desperfecto. Intento volver a Coelho:
“Pasa una hora. Mikhail mira el reloj y veo que va a marcharse. Tengo que hacer algo inmediatamente. Cada vez que lo miro me siento más insignificante, y entiendo cada vez menos cómo Esther me cambió por alguien que parece tan fuera de la realidad (ella decía que él tenía poderes “mágicos”). Aunque sea muy difícil fingir que estoy cómodo, hablando con alguien que es mi enemigo, tengo que hacer algo.”
-       Señor, Dios ha acabado el mundo dos veces: la primera en candela y la segunda en agua. Eso está en la Biblia. – Dice el que tiene acento andino.
-       Jajajajajajaja ¿la primera en candela? ¿Cuándo fue eso?
-       ¿Usted no leyó la parte de Gomorra?
-       Jajajajajajajajaja Usted se refiere a Sodoma y Gomorra. Amigo, léalo usted mismo. Dios no ha acabado el mundo en candela nunca. Eso será con la tercera guerra mundial. La Biblia habla del Arca de Noe, eso sí, supuestamente, Dios acabó el mundo con una inundación. Ahora dígame usted: ¿de qué tamaño era el arca? ¿Con qué herramientas la hizo? ¿Cuántos hombres y mujeres entraron ahí? ¿La Edad de los metales ya había pasado? Digo, porque ¿con qué clavos y tornillos construyó el arca? Esas son preguntas interesantes.
-       Si… la historia de la mujer de Lot que no podía voltear para atrás y se convirtió en estatua de sal. Y él se quedó solo con las hijas. – Dijo el otro.
-       Y las hijas tuvieron que emborracharlo para que les hiciera el amor y pudieran tener hijos. – Completó una voz chillona de mujer que soltó una carcajada y aplaudió. ¿Por qué habrá gente que siente la necesidad de aplaudir mientras se ríe escandalosamente? 
El estruendo de la risa colectiva me saca nuevamente de mi lectura, pero intento seguir en la burbuja mientras repito como un mantra: “no pertenezco aquí, no pertenezco aquí, no pertenezco aquí...” De pronto escucho:
-       Señora, señora, señora… la que está leyendo
Entiendo que es conmigo y levanto la vista del libro. Era el hombre de la barba blanca y larga:
-       Está leyendo un libro muy interesante. Coelho.
-       Si, interesante –y bajo la vista nuevamente a las letras.
 Seguimos sobre los líquidos ya casi secos de la basura, los gusanos ya no están. No quiero pensar en qué fue de ellos. Por lo menos no los veo sobre mis zapatos.
1:37 pm. Nos movemos unos diez pasos. ¡Aleluya! ¡Llegué al poste! Salimos del basurero. Las dos cuadras hasta la puerta del banco siguen intactas, pero al menos ya no estamos sobre restos de basura y gusanos. Dos horas y media parados en la inmundicia. ¿Qué me está pasando? También estoy anestesiada. ¿Por qué no me voy? Tengo seis horas de pie, sobre basura, soportando olores infectos, escuchando disparates y sigo aquí. Fraga, ¿es a esto a lo que te refieres cuando hablas de las burbujas que debemos crearnos para que la realidad no nos toque? Supongo que no. Supongo que no sé. Supongo que la realidad me aplasta, no me deja respirar y sin aire no puedo pensar, estoy indefensa, soy vulnerable. Pienso en mi madre. En las pruebas durísimas de vida que ha tenido que sortear. Quiero asirme a ese ejemplo de vida: claudicar nunca, rendirse jamás. Ay, vieja querida, chica, como que me faltaron algunos genes.
Me como un pastelito que ya está duro, “correoso”. No sé si tengo hambre. Trato de distraerme masticando algo como un plástico. Bebo agua. Al menos no hay ningún mal olor, o mi nariz ya no lo percibe.
La señora que está delante de mí quiere conversar y me cuenta que su esposo, bueno su ex, solo que no se acostumbra porque él le habla y la visita de vez en cuando, pero nada que ver; bueno, su esposo se la hizo desde el primer día.
“Chica es que los hombres son así. Nosotros ya habíamos fijado la fecha para casarnos en la jefatura. En Petare. Bueno, cuando llegó el día yo me fui para allá y cual fue mi sorpresa, que el hombre no se apareció. ¡Imagínate tu! Yo hablé con la secretaria y la convencí para que llevara el libro hasta la casa de él que era por ahí cerca, en el edificio Bataglia, ¿sabes? Chica, ese libro no se podía sacar de la prefectura pero, será que le caí en gracia, ella aceptó y cuando fue la hora de almuerzo, nos fuimos. Yo tenía llave del apartamento así que abrí la puerta y lo llamé. Él estaba en el cuarto. Entré con el libro y le dije que firmara. Él no entendía nada. Me dijo que se sentía mal, pero firmó. Él me la hizo, yo se la hice.”
Yo sonreía y agradecí por este cuento porque me daba alimento para escribir.
En eso pasa una mujer que iba escribiendo un número en el brazo de las personas que estábamos en la cola. Cuando llega a mí le pregunto para qué hace eso. Ella responde que es para garantizar la atención. Coloca el número dos en la palma de mi mano izquierda. Va colocando los números de diez en diez. No sé en cuál decena entré yo. Nos marcaron como a las reses.
A las tres de la tarde comienza a correr la voz de que el banco cerraría a las tres y media, que nos quedaríamos sin cobrar y que para colmo de males, el lunes sería bancario. Me salgo por primera vez de la cola. Le digo a las señoras que voy a buscar información.
Llego a la puerta del banco con la suerte de que estaba hablando una mujer regordeta, de pelo rizado y brakets en los dientes:
-       Está claro que no los vamos a atender a todos. Nosotros no somos esclavos. Les vamos a hacer el favor de trabajar hasta las cuatro. Los que queden tendrán que venir el martes.
-       ¿Y para qué nos pusieron números en las manos? – pregunto mientras me siento francamente idiota.
-       Señora, ¿yo la marqué? No, ¿verdad? Que algún espontáneo haya salido a hacer eso no quiere decir que el banco esté obligado a atenderlos.
-       Pero anunciaron un operativo especial… -continúa la idiota que se había apoderado de mí.
-       Bueno, señora, ¿qué más quiere? trabajaremos hasta las cuatro. – Se da la media vuelta y entra. 
Yo también me doy la media vuelta y camino hasta mi puesto en la cola, obediente, furiosa, humillada. Cuento lo que me dijeron. Todos nos quedamos ahí. Pegados a la acera. No sé para qué.
Tres y veinte. Decido llamar al número de teléfono que aparece en la libreta. Me atiende un joven cuyo nombre era Jefferson, el apellido no lo entendí. Le expongo la situación, él pide mi número de cédula. Se lo doy. Me pide que espere. Espero. “Gracias por su tiempo de espera, señora, los reclamos se deben hacer por las redes sociales del banco. ¿Algo más en lo que pueda ayudarla? Buenas tardes.”
Claudicar nunca, rendirse jamás. Escribo un tuit a la cuenta del banco, escribo otro. Pido que intervengan esa agencia. Estoy furiosa, pero soy impotente.
Hay truenos. El cielo se puso gris, completamente gris. Hace mucha brisa, viento, mejor dicho. Seguimos pegados a la acera. No sé para qué, no sé hasta cuando. A lo lejos veo que se acerca mi esposo caminando. Me había dicho que me buscaría a las tres si yo no había salido antes. Me ve, se acerca y me pregunta qué hago ahí, dice que es obvio que no cobraría. Que hay cuadra y media de gente delante de mí, que el banco ya va a cerrar. No sé que decirle.
En ese justo momento, como a propósito, como planificado, llega un viento fuertísimo, huracanado que rompe varios gajos del árbol inmenso y frondoso que está en la esquina del banco. La cola se disuelve. Todos corremos lejos de la lluvia de ramas y yo, mientras corro agarrada de la mano de mi esposo, pienso en las maneras que tiene la vida para arrancarnos de donde no debemos estar.

jueves, 9 de enero de 2020

El sueño de la niña Yolanda

     La historia que leerán a continuación se convirtió en Primera finalista de la primera edición del Premio lo Mejor de Nos, organizado por la talentosa gente de @lavidadenos que lideran Albor Rodríguez y Hector Torres. Eso fue en 2018. Aquí va.


“Cuando uno nace pobre,
estudiar es el mayor acto de rebeldía
contra el sistema.
El saber rompe las cadenas
 de la esclavitud.”
Tomás Bulat


El sueño de la niña Yolanda

A Yolanda, cuando tenía seis años, le gustaba jugar con Carmen Alicia en la quebrada seca que quedaba cerca de su casa. Cargaba con su hermanito menor. Él era un bebé gordo, comelón, y Yolanda era una niña flaquita, pero fuerte, sobre todo tenía los brazos fuertes porque desde los cuatro años ya era dueña de una mano de pilón que le había hecho su papá para que ayudara a pilar el maíz en la mañanita.
Así que, al terminar de ayudar en los quehaceres de la casa, se iba a jugar con su prima. Así lo cuenta ella:
«Agarrábamos unas hojas de almendrón, que eran unas hojotas grandotas, con sus venitas, y un palito. Sentábamos a los niños en la arena finita, debajo del almendrón, desnuditos, porque entonces no había pañales, y nos íbamos a jugar. Bueno, agarrábamos nuestras hojotas ¡y nos poníamos a escribir! Nos tratábamos de “maestras” aunque yo no sé cómo les decíamos a las maestras de verdad; nadie nos dijo que se les decía “señorita” o “miss”.
»Supongo que para ese entonces yo debía haber aprobado mi primer grado, allá, en El Paují. De primero pasé para segundo en la escuela de Modesta Hernández; por eso yo sabía que se agarraba un lápiz y se escribía en la rayita.
»Ese era el juego de nosotras... Sería yo quien lo inventó porque a los siete años ya yo había salido de la escuelita, pero ninguna de ellas, pobrecitas, fue a la escuela.»
Como el papá de Yolanda era un señor que tenía ideas muy avanzadas para el momento y el lugar que le tocó vivir, y como él estaba decidido a cambiar el mundo, se empeñó en crear una escuela para que todos los niños pudieran aprender a leer y a escribir. Entonces fue muchas veces a la capital del estado, Los Teques, a plantear su idea, pero el proceso era lento; así que Gustavo, que así se llamaba el papá de Yolanda, habló con otros vecinos y les propuso que su hija Yolanda y tres muchachas más del pueblo: Benicia, Delgadina y Presentación, dieran las clases. A todos les pareció una muy buena idea y crearon la escuela. El horario sería todo el día y cada muchacha trabajaría una semana, se rotarían. Fue así como Yolanda tuvo la primera oportunidad de enseñar a leer y a escribir a los otros niños del pueblo. Les enseñaron a cantar el Himno Nacional, el Himno al Árbol y algunas otras canciones. Los 29 niños, con edades entre 7 y 12 años, aprendieron, además, algunos conocimientos de Geografía y de Historia, y un poquito de Matemática. Era 1946 y Yolanda, que cumplía 14 años el último mes de ese año, descubrió que quería ser maestra.
Por fin el Ministerio de Educación decretó la escuela para El Paují, en los Valles del Tuy del estado Miranda. Era la Escuela Nº 171.
Mandaron una maestra que llegó al pueblo montada en un caballo. Se llamaba Betina Machado C. Cuando ella preguntó por la escuela y le respondieron: «Ahí está el salón», por poco se desmaya. No era para menos. El salón eran cuatro paredes de bahareque con techo de zinc y piso de tierra. Ni una silla. Nada más. Y ella tan bonita. En ese momento la señorita Betina Machado C. tomó una decisión y, dirigiéndose al papá de Yolanda, dijo: «Señor Gustavo, yo aquí no trabajo. Aquí no se puede trabajar». Dio media vuelta, se montó en su caballo y ¡patitas para que las tengo!
En 1947, la familia de Yolanda se mudó a Pitahaya, un pueblo cercano. Hoy en día, ella supone que se mudaron por razones políticas, porque su papá no les explicó, al menos a los hijos, porqué se mudaban. Allá vivían alquilados. Nuestra adolescente era la mayor de siete hermanos y estaba acostumbrada a ayudar en la casa; por eso decidió trabajar para ayudar con los gastos. Conversando con la gente cercana supo que en Cantarrana, un pueblo que quedaba como a dos kilómetros de donde ella vivía, tal vez podía crear una escuela. Entonces Yolanda se fue para allá y habló con los vecinos. Les propuso que ella podía enseñar a leer y escribir a los niños. Crear una escuelita, pues. La gente lo recibió como algo muy bueno, tanto que uno de los vecinos ofreció un salón de su casa para que la escuela funcionara, con la única condición de que los muchachos llevaran dónde sentarse. Ella cobraría un bolívar semanal por niño. Se inscribieron casi 30 muchachitos con edades entre 8 y 12 años. La escuela empezó a funcionar. Yolanda caminaba dos kilómetros en la mañanita para llegar a la escuela y dos kilómetros por la tarde para regresar a su casa. Como las clases duraban todo el día, las madres de los niños le mandaban comida y dulces caseros a la maestra, porque ella no podía ir a almorzar a su casa, no le daba tiempo de ir y regresar. Yolanda recuerda puro cariño de esa época. Hasta una de las madres la escogió como madrina para su hijita más pequeña.
Esa hermosa experiencia duró hasta agosto de 1951, cuando la dictadura de Pérez Jiménez encarceló en Caracas al padre de Yolanda. Ella amaba profundamente a su papá y por eso decidió irse a la capital para buscarlo y ayudarlo. En Caracas vivía su hermano Nel, que era dos años menor que ella, pero había migrado para trabajar y ayudar a levantar a la familia. Él vivía en un cuarto alquilado en casa de un tío y, como trabajaba desde la madrugada vendiendo café, no le daba tiempo de ocuparse del padre. Yolanda llegó entonces a la capital. Durante un tiempo compartió la habitación con su hermano hasta que éste consiguió un rancho a medio construir, lo terminó de levantar y se trajo al resto de la familia.
Hacía mucho tiempo que Yolanda había abrazado la causa política de su padre y por ello, en Caracas, tenía una actividad febril. También trabajaba en fábricas de costura para sostenerse. Con otros camaradas, fundó un centro juvenil en el que se ofrecían actividades culturales y deportivas; militaba, por supuesto, en la Juventud Comunista de Venezuela, que estaba proscrita, por lo que Yolanda tenía una doble vida. En su vida política empezó a llamarse Lucy Campos. Corría de un lado a otro, cantando; hubo quien la llamaba Campanita.
Como ellos vivían en lo último de aquel cerro de El Valle, allá donde se pueden tocar las nubes sin mucho esfuerzo, Yolanda se dio cuenta de que había «mucho muchacho» sin estudiar y, fiel a sus principios, decidió crear una escuela, por allá en 1952. La miseria alrededor era tan grande, que ella no cobraría nada. Entonces Yolanda empezó a hablar con los vecinos, a plantear su idea. La señora Antonia, que tenía una casa grande, después de escuchar la idea, la apoyó y le prestó un espacio para que diera sus clases. Los muchachos también llevaban sus banquitos, algún cuaderno y un lápiz. Alfabetizó a cerca de 20 niños.
Esta nueva escuela duró hasta 1954, cuando la Seguridad Nacional la agarró presa.
Un día, cuando Yolanda regresaba del trabajo a casa, un amigo la encontró y le dijo:

           —¡No subas! La Seguridad Nacional está en tu casa. Los están buscando.

Ella decidió ir a alertar a su novio y se fue a la casa de él, en Coche, pero cuando llegó, la Seguridad Nacional ya estaba allí, la estaban esperando. Así que ese día la pusieron presa. Era marzo de 1954.
En los sótanos de la Seguridad Nacional, en El Paraíso, la sometieron a torturas espantosas. Apenas llegar, el propio Miguel Silvio Sanz, alias El Negro, para ese momento jefe de la Sección Político-Social de la Seguridad Nacional y el esbirro más cruel, famoso por la frase: «Preso no tiene sexo», le arrancó la ropa y así, casi desuda, le dio fuetazos por todo el cuerpo. La interrogaban y ella callaba. Entonces la pararon descalza sobre un rin, sí, de esos que usan los carros para sostener los cauchos. Allí estuvo una eternidad.  Le ordenaban que se subiera. Que se bajara. Sus pies sangraban. Pero Yolanda es de acero. Se prometió no derramar una lágrima frente a los esbirros.  Y así fue. Otra tortura cruel fue sentarla frente a un foco encendido día y noche. Otra eternidad durante la cual Yolanda no solo no podía dormir, sino que casi pierde la razón. Pero ella no era una soplona, así que nada de eso quebrantó su espíritu. Es que esa muchacha tenía convicciones fuertes, un espíritu muy rebelde y odiaba las injusticias.

Cuando los esbirros se dieron cuenta de que Yolanda no hablaría, la trasladaron a una cárcel. En el calabozo al que llegó había 13 reclusas. Una de ellas era María Isabel de Urbina, a quien todas llamaban «La Viuda» porque era la viuda de Rafael Simón Urbina, autor material del asesinato de Delgado Chalbaud. Esta mujer decía que era rehén personal de Pérez Jiménez por todo lo que ella sabía. De ese paso, Yolanda recuerda la solidaridad de sus compañeras. Todas presas de conciencia, como ella. La querían mucho porque era la más joven. Allí aprendió a tejer porque una de las presas sabía tejer y se empeñó en enseñar a las demás, y a Yolanda le gusta no solo enseñar sino aprender. Como no recibían visita de sus familiares, las presas se convirtieron en algo así como una familia. Hasta el sol de hoy recuerda a casi todas con mucho cariño y respeto, a algunas con mucha admiración.
Dos años estuvo Yolanda en la Cárcel Modelo, que quedaba en Propatria, Caracas, en la avenida El Cuartel. Se negó a firmar la caución que le permitiría salir en libertad condicional.  Tal vez por eso, la dictadura consideró que ella no podía seguir en el país y la expatrió. Hay que decir que hasta la fecha, Yolanda es la única mujer que ha sido desterrada de Venezuela por  causas políticas. ¡Tanto miedo infundía una muchacha de 20 años!
Llegó a México, la tierra de las pirámides del Sol y de la Luna,  y de Los Niños Héroes, en 1955. Se reencontró con su amado padre que hacía tiempo había sido exiliado.


    
En México, junto con los otros exiliados, continuó su trabajo político para derrocar la dictadura. Se formó como instructora de cultura física y como masajista y empezó a trabajar; como era una hermosa joven, tuvo una pequeña participación en la película “Mujeres encantadoras”, y trabajó en el programa “Cultura Física” del Canal 5.


  
En México, Yolanda se enamoró y se casó con otro desterrado político venezolano: Israel Lugo.  
           
Una vez derrocada la dictadura, regresaron al país y fundaron su familia. Entre persecuciones y necesidades porque, también en la democracia, ellos fueron perseguidos políticos. Sin embargo, el hogar de ellos, estuvieran donde estuvieran, era una biblioteca. Ambos eran lectores impenitentes. Cuando al fin pudieron tener una casa estable, esa biblioteca empezó a exhibir obras de arte. En las paredes de esa casa hay obras de Gabriel Bracho, Régulo Pérez y Mateo Manaure, entre otros. También había una vasija primorosa, hecha a mano por Ángela Zago, y cantidad de piezas firmadas por la amistad.
Tuvieron cuatro hijos que crecieron entre libros y arte. Yolanda mantenía vivo su deseo de ser maestra, en silencio, pero vivo.
Poco antes de que Israel cambiara de plano, le pidió a su esposa: “Yola, cuida a los muchachos.”
Así lo hizo. El amor fue su guía para sacarlos adelante.
Con los hijos adultos, profesionales todos, con cuatro nietos en el alma y los brazos, Yolanda por fin vio la posibilidad de hacer realidad su sueño.
Hizo una equivalencia y terminó la primaria. Se inscribió en bachillerato y estudiaba igual que una de sus nietas. Cuenta Doña Yola que lo más difícil del bachillerato fue estudiar inglés, pero pudo con eso y se graduó de bachiller al mismo tiempo que su nieta: en 2006.
Doña Yola empezó a estudiar para maestra en la universidad. Y en el año 2009, con 77 años de edad, la niña que jugaba con hojas de almendrón en una quebrada seca, se convirtió en Maestra.
Es que a una mujer que sabe que la edad está en la cédula, no en el alma, a una mujer que se templó a fuego lento en la vida, a una mujer decidida a cumplir un sueño, no la para nada ni nadie.
Hoy, a los 85 años, Yolanda Villaparedes, mi madre, con ese brillo en los ojos que solo pueden tener los niños felices; con la satisfacción íntima de haber logrado lo que se había propuesto, dice: «Yo quería ser maestra y soy licenciada en Educación».




Epílogo
Cuando esta historia fue premiada, en ocubre del 2018, tuve la inmensa alegría de que mi Doña Yola, la heroína, lo supiera y compartiera mi emoción y mi eterno agradecimiento a ella, a la mujer que me dio los regalos más importantes que se le pueden dar a un ser humano: la vida y la libertad. Tengo la íntima satisfacción de haberle agradecido ambos regalos, de reiterarle mi orgullo por su ejemplar vida y de haberle dicho cada uno de los últimos días que me acompañó lo mucho que la amaba. Mi Doña Yola partió a su estrella el cuatro de junio de 2019 y desde entonces desde ahí nos alumbra.







sábado, 4 de enero de 2020

Mayeja



Mi abuela era pelirroja, de ojos claros, verdes tal vez; me la imagino pecosa en la infancia. Ella contaba que, cuando era joven, usaba trenza larga. Bonita su trenza. Gruesa, rojita.

Nació en octubre de 1914. En este octubre hubiera cumplido 104 años… Pero se nos fue también en octubre. Poco antes de partir le dijo a mi tía Lida: “Yo tenía nueve cartuchos… Ya los gasté.”

No hay un día en que no la recuerde. Con alegría y orgullo. A veces, cuando cruzo las piernas y aliso el hilván del vestido, sonrío y pienso: “Mayeja, estás aquí.”

No tengo claro cuál era el nombre de pila de Mayeja. Ella decía que Graciela. También decía que Dora, aunque Dora no le gustaba porque se parecía a lavadora, licuadora, peinadora… En la cédula dice Graciela Rosa. Algunas veces oí que alguien la llamaba Dora Graciela. No sé y poco importa. Cuentan que cuando nací, ella decidió que ningún nieto le iba a decir "abuela" porque siempre terminaban diciendo “agüela” y eso sonaba horrible, así que a mi me enseñaron a llamarla como ella quería ser llamada: Mamá Vieja. Pero, cuando empecé a hablar, deformé esa metáfora y la convertí en Mayeja, así que Graciela, Dora, Graciela Rosa, o Dora Graciela pasó a ser Mayeja para todos los nietos, bisnietos y hasta para los vecinos y amigos.

Mayeja era hija de una muchacha española que servía en la casa de un terrateniente en los Valles del Tuy, y de ese terrateniente. La crió su abuela, a quien ella llamaba Mamaíta. De su niñez recordaba que una vez alguien le regaló una muñeca linda, con la carita de porcelana. La habían comprado en Caracas. Ella estaba feliz con su muñeca y quería jugar, pero Mamaíta le dijo que no porque la iba a echar a perder. Entonces la viejita agarró la muñeca y la montó sobre su escaparate para protegerla. La niña miraba el escaparate y quería volar hasta el techo y agarrar su muñeca, pero no sabía volar. El juguete se quedó solo allá arriba y la niña triste aquí abajo.

A ella no le gustaba el cuarto de su abuela porque era oscuro y tenía unos muñecos de yeso grandes que eran los santos. Ante ellos debía hincarse a orar con Mamaíta. Entonces se arrodillaba y guardaba silencio. De esa manera empezó su relación con Dios. Asustada y a oscuras.

Vivía en una casa grande, muy grande. Sus abuelos tenían ganado y peones. La niña pelirroja tomaba leche tibia, recién ordeñada, sabrosa, llena de espumita; también comía carne casi a diario. Siempre le gustó comer carne.

Pero ella no era feliz en esa casa grandota tal vez porque no había otros niños, tal vez porque Mamaíta era muy severa.

Mayeja nunca hablaba de su mamá, como no fuera para llenarla de improperios. Tampoco decía mucho de su papá más allá de que era fiestero. Por eso de mis bisabuelos solo sé que ella se llamaba Rosalía, él Azarías y que por no sé cuáles razones, no se ocuparon de su hija.

Graciela tenía familia en Caracas, para ser más exactos, en el centro de Caracas, en la esquina de Curamichate. La casa quedaba al lado de la casa del doctor Rocha, a una cuadra de la Botica de Veláquez. Esa casa también era inmensa. Mayeja contaba que tenía ventanales grandes que daban a la calle, hoy avenida Lecuna. Que uno entraba por el zaguán y a mano derecha quedaba un cuarto que se llamaba “paraqué” (nunca supo explicarme para qué servía el “paraqué”), había otra estancia a la izquierda, después estaba el patio interior flanqueado por otras habitaciones, al fondo quedaba la cocina que servía también de comedor y después otro patio y el baño. En esa casa vivían tías viejas, una de las cuales se llamaba Rosa y para la niña era medio loca porque salía todas las mañanas a botar los orinales a la calle. Mayeja se preguntaba siempre qué habría sido de la casa de Curamichate. De niña ella visitaba esa casa. El viaje lo hacía sobre el lomo de un burro durante horas. Venía con un peón que traía el arreo de burros cargados, ve tú a saber con qué. El hombre  caminaba conduciendo a los burritos algo así como una eternidad y ella sentada de lado, adolorida, cansada, sobre el burro sin poder decir ni pío y aguantando, o descargando, los apremios de su cuerpo en silencio hasta que llegaban. Graciela también se aburría en esa casa.
Cuando tenía 11 años, Graciela y una prima iban en burro para algún lugar. Las niñas estaban sentadas “una con las piernas para un lado y la otra con las piernas para el otro” porque en esa época no se estilaba que las mujeres montaran a horcajadas, como los hombres. Las muchachitas habían entrelazado sus brazos para sostenerse y mantener el equilibrio. Cuando llegaron, la prima saltó primero y a Graciela no le dio tiempo de zafarse por lo que cayó y fue tan fuerte la caída que se fracturó el codo izquierdo. No hubo ungüento que no le untaran, plegarias que no elevaran, “sobadas” que no le dieran, promesas que no se hicieran a cuánto santo había… Nada le hizo recuperar la movilidad de su brazo. Quedó con el brazo inmóvil, flexionado, para siempre. Fue entonces cuando Graciela, unilateralmente, rompió palitos con Dios.

Andando el tiempo, nuestra adolescente se enamoró de Gustavo, su primo hermano. Él también se enamoró de ella. Gustavo construyó un rancho y se casaron. Ellos se amaron cada día de la vida, a pesar de los tantísimos pesares que la vida les tenía reservados. Mayeja amó a su Viejo, como ella le decía, siempre, hasta el último aliento.

Empezaron su vida como cualquier pareja de campesinos sin fortuna: ella en la casa, él en las faenas de siembra de conuco. Pero Gustavo era un hombre que tenía inquietudes que lo llevaron a estudiar, de manera autodidacta, después de casado. Eso lo sabemos porque, cuando se casaron, el firmó el acta de matrimonio con su huella dactilar. De modo pues que debió empezar por  aprender a leer y escribir porque Gustavo quería cambiar el mundo y empezó cambiándose a sí mismo. Creciendo. Más tarde se hizo militante fundador del Partido Comunista de Venezuela con la idea de cumplir su sueño. Pero eso fue un poquito después.

Como cualquier pareja de campesinos pobres de principios del siglo XX, tenían muchos problemas económicos, pero ellos se amaban y eso era suficiente para sortearlos. Mayeja contaba que, como ella no podía peinarse porque su brazo izquierdo no se movía mucho, Gustavo la peinaba y le tejía la trenza que antes tejía Mamaíta.

Esta joven pareja era tan unida y se querían tanto, que Gustavo atendió el parto de su primera hija: Yolanda.

Cuando mi abuelo comenzó a dividir su vida entre las faenas del campo y la actividad política, no solo en el caserío donde vivían, sino ya en todo el estado Miranda y se mantenía alejado de casa por bastante tiempo, Graciela tomó una determinación: cortarse la trenza. Claro, ya no tenía quien la peinara cada día, ya había dado a luz a dos o tres de sus hijos y Mayeja fue una mujer de decisiones, pragmática. Cortarse la trenza fue una decisión dolorosa para ambos, tanto así, que ubicaron un espacio en el patio del rancho y la enterraron. A veces cierro los ojos y veo a Mayeja como Rapunzel, pero fuera de la torre…

Más o menos por esa época la vida empezó a ponerse durísima. Payejo (cuando ella se convirtió en Mayeja, él se convirtió en Payejo), casi no estaba en la casa, por lo tanto, Graciela tenía que sembrar, cosechar, buscar agua en el aljibe que quedaba lejísimo y atender la casa, los muchachos. Yolanda, que tenía como seis años, se convirtió en su ayudante: pilaba con una mano de pilón que le hizo su papá, cuidaba a Enso, su hermanito menor para la época; Nel, el segundo de los hijos, también tenía que trabajar. Él tenía un machetito del tamaño de sus cinco años y con su herramienta se iba a limpiar monte a otros vecinos; por eso le pagaban una nadería a la semana.

Payejo tardaba cada vez más en llegar a casa y el hambre apretaba tanto que un día, Georgina, una hermana de Graciela por parte de su mamá, le sugirió que se fuera a vivir en una barraca que ella tenía en Prin. Allí cerca había una escuela. Tal vez la vida mejoraría. Graciela aceptó. Se fue con los cuatro muchachos por delante y la mochila con los trapitos.

Aquella barraca no tenía sino cuatro paredes y un techo, pero cerca quedaba la escuela rural y ella inscribió a sus hijos mayores, Yolanda y Nel para que estudiaran. Ellos iban todos los días a la escuela, allí comían y, como también sembraban, el maestro mandaba para la casa repollo o zanahorias, cualquier cosa que se produjera. Pero eso no era suficiente para vivir. Entonces ella tomó la decisión que más la afectó en la vida: subir a la montaña desde el punto más lejano a la escuela para que el maestro no viera ni escuchara lo que Graciela iba a hacer. Ella subía con un hacha y golpe tras golpe, tumbaba un árbol. Cuando finalmente caía el árbol ella imploraba que el maestro no hubiera escuchado el estruendo. Bajaba de la montaña y esperaba unos días hasta que el árbol se secara. Cuando creía que ya estaba seco, volvía a subir y, con el mismo hacha, lo convertía en "rajas" que ataba en un haz de leña y bajaba, agotada, aterrada pensando en lo que pasaría si el maestro la viera, si se enterara, porque el maestro, además, era el guardabosque. El miedo fue su compañero en esa época. El miedo al hambre, a lo que pasaría si la descubrían, a perjudicar a sus hijos, a parir en soledad. El miedo.

Graciela bajaba con su haz de leña en la cabeza, el hacha en una mano y la barrigota de Gustavito. Luego vendía la leña en la bodeguita del otro lado de la calle y ahí mismo gastaba aquel real: un centavo de papelón, otro de café, cinco pancitos de a puya y algo más con los tres centavos restantes.

La barriga crecía, el hambre no amainaba, pero las clases terminarían en julio y Graciela quería que sus hijos estudiaran. Seguía subiendo, aterrada, a tumbar arbolitos y a convertirlos en leña. Comían repollo sancochado, que olía feo, y cuando ella vendía la leña, pan con guarapo.

Según recordaba Yolanda, sería cuando terminaron las clases que Graciela decidió regresar a su monte. No iba a parir ahí, sola. Entonces habló con el maestro y le ofreció en venta lo único que podía valer algo: la máquina de escribir de El Viejo. Le contó que se iba porque tenía que parir, pero no tenía cómo irse. El maestro le dio 10 bolívares por la máquina. Ella los agarró, recogió los tres perolitos que tenía, volvió a echar por delante a sus muchachos y se fueron a esperar el autobús.

Estaban en la orilla de la carretera cuando llegó el autobús y se bajó... ¡El Viejo!

-      ¿Para dónde van?

-      Pa’l monte. Le vendí la máquina al maestro por 10 bolívares.

-      Espérame aquí. Ya vengo. – Le dijo. Se fue a la escuela y recuperó su máquina. Graciela regresó a su monte.



A principios de los años cincuenta, el mayor de los hijos varones, Nel, emigró a Caracas para trabajar y ayudar a su madre. Nel era casi un niño, pero como desde chiquitico había trabajado para ayudar en la casa, tomó esa decisión y empezó a trabajar duro. Vivía alquilado en un cuarto de la casa de uno de sus tíos en El Valle. Vendía café en el mercado de Coche desde la madrugada para sobrevivir y reunir dinero. Con gran esfuerzo compró un rancho a medio construir en la parte más alta de un cerro y decidió traerse a toda la familia. Él los sacaría adelante.

Pero la vida siempre se empeña en aliñar los planes. A El Viejo lo pusieron preso en 1951 porque era un opositor al gobierno, así que se convirtió en preso político. Entonces Yolanda emigró a Caracas para buscar a su padre, para ocuparse de él. Graciela se quedó con el resto de los muchachitos, allá en el monte. Con hambre y angustia redoblada, por los hijos en Caracas y por El Viejo en la cárcel.

Cuando Nel terminó de levantar el rancho, se trajo a su Vieja y a sus cinco hermanos menores.

En esta nueva etapa, Dora se reinventó. No sé por qué motivo la llamaban así por aquellos días, pero ella siempre se refería a sí misma como a Dora cuando hablaba de esa época. Bien, Dora empezó a hacer trabajo político: buscaba al Viejo porque no sabía en dónde lo tenían. Hubo un tiempo en que a EL Viejo el gobierno lo desapareció; mi abuela organizó, con apoyo del PCV, un grupo de mujeres que exigían la libertad para los presos políticos, hacía colectas de comida y recursos para los familiares de los presos, y atendía la casa y los muchachos. Nel se convirtió, de hecho, en el hombre de la casa.

Pero la vida siempre te da sorpresas. Nel enfermó de tuberculosis. Tenía 17 años y fue ingresado de emergencia al Hospital El Algodonal. Allí pasó largos seis meses que él recordaba en soledad porque, por una parte, era muy difícil que su madre o su hermana Yolanda lo visitaran, aunque Yolanda recuerda que lo visitaba, tal vez no con la frecuencia que Nel deseaba y necesitaba. Eran tiempos muy duros, no había ni para el pasaje. Por la otra parte, Nel recordaba ese tiempo con mucho agradecimiento hacia las enfermeras que amorosamente lo rescataron de la muerte, literalmente le daban la sopa en la boca, así de delicado era su estado de salud. Nel recordaba con especial cariño al médico que le salvó la vida y, como él con el paso del tiempo se convirtió en poeta, les dedicó al menos un poema y los nombres de esta gente hermosa y solidaria aparecen en el lugar privilegiado de los agradecimientos en el libro de El Poeta de Caricuao.

Un día, Gustavito, el quinto hijo de Mayeja, se fue a buscar mangos a La Mariposa. Era un adolescente inquieto que todavía no cumplía los 15 años. Dora se enteró de eso cuando le dijeron que su hijo se había caído de una mata de mangos y que no se levantaba. Ella salió corriendo a buscar a su muchacho. Lo encontró tirado en el suelo, sin sentido. Se lo llevaron al hospital y allí estuvo casi un mes recuperándose de una fractura de cráneo.

Mientras tanto, la dictadura arreciaba las persecuciones y en marzo del 52 cae Yolanda. Estuvo presa e incomunicada por dos años y luego fue extrañada del país.

No sé cómo, pero Graciela consiguió una máquina de coser Singer y cosía camisitas blancas para una fábrica. Le pagaban medio[1] por cada camisita.

A punta de querer y fortaleza, Mayeja supo cómo sortear tuberculosis, fractura de cráneo, prisiones, exilios y hambre.

De los años 50, ella con insistencia repetía que uno hacía mercado con 50 bolívares, que ella cosía en su máquina Singer de pedal camisitas blancas y que,  con la plata que recibía, ella se compró su nevera Westinghouse, que pagaba religiosamente 70 bolívares cada mes. Del trabajo político que hacía, nunca habló, por lo menos conmigo. Apenas comentaba que algún camarada se quedaba en la casa, que le daban cobijo y comida a algún otro, pero siempre lo decía como de pasada, puede ser porque mejor es no saber, mejor es no contar, la vida corre peligro. No lo sé.

En el 58 regresaron Yolanda y Gustavo de México. Yolanda regresó casada y a finales de ese mismo año Dora se convirtió en abuela. Ya hablamos de eso al principio de la historia.

Los años 60 siguieron siendo difíciles para Mayeja porque El Viejo siguió siendo perseguido político, preso, desterrado. Gustavito se fue a la Sierra de Falcón siguiendo la quimera de la revolución y la lucha armada; Lida, la penúltima de sus hijos, también se vinculó a la guerrilla urbana. Estudiaba segundo año de bachillerato cuando fue encarcelada. La llevaron al Retén para Menores de El Junquito, donde cumplió sus 15 años.

Excepto Gisela, todos los siete hijos de Graciela tuvieron participación en la política. Con mayores o menores responsabilidades y consecuencias, así que ella vivía con un salto en el estómago, siempre.

Pero es que mi abuela estaba hecha de un material que no se consigue con facilidad. A pesar de todos esos pesares, ella nunca decayó, al contrario, fue mejorando cada vez más su condición social a punta de muchísimo esfuerzo.

Siempre he dicho que Mayeja en su vida anterior debe haber sido de la realeza porque siendo campesina tenía, no solo modales de princesa, sino un lenguaje limpio, exquisito. Jamás dijo una mala palabra ni toleraba que alguien las dijera en su presencia. Mayeja era una mujer pulcra. Le gustaba leer y su pasatiempo en la vejez era resolver “sopas de letras” y hasta crucigramas. No soportaba escándalos. Así como era fuerte en todos los sentidos, era delicada en todos los sentidos.

Recuerdo la casita del cerro que construyó mi tío Nel. Me gustaba. Se llegaba desde la calle 13 de Los Jardines de El Valle; desde la calle había que subir unas escaleras de cemento, con escalones largos y un tubo, marrón por el óxido, que hacía de pasamano. A mitad de camino, esas escaleras, hacían una curva en la que quedaba la casa de Pérsida, una amiga de mi tía Magaly. Después venía un trayecto largo y plano, también de cemento y tubo oxidado hasta llegar a la reja de las escaleras que conducían a la casa de Mayeja y a la casa de Nel.

La reja tendría como un metro de alto y era de barrotes planos. El cerrojo era un pasador grande, de esos que tienen como una palanquita con una ranura que coincide con un saliente, como una orejita, de la reja para luego colocar un candado. Desde el camino, que así llamaban al trayecto largo que mencioné, se desprendía la escalera. Como en el escalón 10 se entraba al porchecito de la casa. Era cuadrado, lleno de matas y flores que mi tía Gisela cuidaba amorosamente. Uno entraba a la sala donde reinaban muebles de paleta. A la izquierda quedaban el cuarto de las muchachas: Gisela, Lida y Magaly, y el de Gustavito, porque Enso ya se había casado y había montado tienda aparte. Para entrar a los cuartos había que subir un escalón y atravesar la cortina. Después de la sala, quedaba la cocina grandota que era también comedor y, también a la izquierda, quedaba el cuarto de Mayeja. El baño y el lavandero quedaban afuera. Había que subir otros tantos escalones y a la derecha había un pasillo techado en el que estaba la batea y al fondo el baño. Si uno seguía subiendo, llegaba a la casa de Nel, que era como esas que pintan los niños: puerta al centro con ventanos a los lados y techo dos aguas. Era azul y a mi se me antojaba que era una casita de cuentos.

Dora seguía cociendo camisitas y ropita para la familia. Su casa exponía su esfuerzo: la máquina Singer estaba justo al franquear la columna que separaba la sala de la cocina-comedor, la nevera y la cocina estaban alineadas cerca de la puerta del cuarto de Mayeja. También tenían radio. Es decir, Graciela, no solo sabía surfear entre las inmensas olas del mar de la vida, sino que sabía que el camino es pa’lante y p’arriba.

A finales de los años 60, Graciela se mudó del cerro para una casita en Corral de Piedra, por Macarao. Era una casita que había construido el gobierno. Mayeja contaba que después le adjudicaron un apartamento en la Urbanización Kennedy, también en Macarao. Recordaba con cariño que se lo había conseguido un adeco, que estaba en el gobierno y que había sido guasinero[2], como Payejo. Esa casita también era como de cuentos de hada, sobre todo porque quedaba en una esquina y había terreno para jugar, siempre hacía frío y podíamos tocar la neblina con las manos.

La vida siguió cambiando para bien. En el año 71 regresó Payejo del segundo exilio y, aunque siguió siendo activista político, eso no volvió a afectar la vida de la familia porque el presidente de la República para ese entonces, Rafael Caldera, había iniciado una política de pacificación que terminó con las guerrillas e incluyó la legalización de todos los partidos políticos.

Como los muchachos que seguían solteros, Gustavito, Gisela y Magaly trabajaban, la casita fue mejorando significativamente. Después se mudaron al apartamento que fue comprado a nombre de Magaly, por ser la más joven, para que le dieran un mejor plaza de pago.

En ese apartamento celebraron los 40 años de casados Mayeja y Payejo.

Llegar a esa casa era una fiesta para los nietos porque en la nevera verde Westinghouse había siempre, siempre gelatina, quesillo y maltas. Había también un tazón verde lleno de bistec de chocozuela, adobados, listos para freír. Mayeja decía que no le podía faltar la carne porque ella se crió comiendo carne. Sobre el fregador había lo que ella llamaba “la cuerda del pan”: una cabuya en la que colgaba hallaquitas “de dos en dos” por si alguien tenía hambre. Mayeja disfrutaba cocinar y que la gente comiera.

Pasar vacaciones en su casa era lo máximo porque al levantarnos nos daba el café, es decir, una taza grande de café con leche y un pan calientito relleno con queso amarillo. A media mañana, nos ofrecía el desayuno que podía ser con hallaquitas y huevos fritos, queso y mantequilla, o jamón, o cualquier otra cosa que ella inventara. Cada semana, Mayeja esperaba religiosamente la llegada del camión de La Polar. Entonces bajaba con “el vacío” de malta al hombro para volver a “llenarlo”. Con el paso del tiempo, los nietos empezamos a ayudarla a cargar “el vacío” y “el lleno”.

Creo que esa fue la época dorada para ella y para nosotros, los nietos. Tenía una casa propia y bonita, grandota, El Viejo y los hijos estaban todos cerca de ella, disfrutaba sus nietos que éramos un montón y, cuando llegábamos en manada, se tendían colchonetas en la sala y armábamos el campamento gitano por las noches.

Pero nada en la vida dura para siempre. El 21 de diciembre de 1973 murió su Viejo. El amor de su vida se había ido está vez para no regresar. Se lo llevó un infarto fulminante al corazón. Estaba en el derecho de palabra en una sesión del Buró Político del PCV.

La casa de Mayeja siguió siendo refugio amoroso y feliz para hijos y nietos. Con malta y quesillo, caraotas y bistec, gelatina y pan “calentaíto” con queso amarillo.

A finales de los 80 y hasta comienzos del siglo XXI Mayeja se inventó otra forma de consentir a los hijos y a los nietos. Se volvió itinerante. Aprendió a hacer una salsa para pastas que ella llamaba "la salsa portuguesa" porque se la enseñó una señora portuguesa. Llenaba frascos de vidrio enormes con esa salsa y se iba de visita. Llegaba a cada casa cargada de obsequios: exquisita salsa de carne con base de ajoporros, plátanos y, de postre, dulces criollos: almidoncitos, conservitas de batata, de coco y turrones de maní.

Fue por esa época cuando me hice amiga de Mayeja. Cuando nos descubrimos o, mejor dicho, cuando nos dimos el permiso para intimar. Ella, viajera; yo, aterrizando de una larga ausencia, sin trabajo y sin saber de dónde agarrarme. Hablábamos mucho y siempre.

En 1992 compré mi primer carro y me convertí en chofer particular de Mayeja, que para ese momento se había mudado del apartamento para la casa de mi tía Lida. Yo la llevaba de casa de mi tía Lida, en Guarenas, a casa de mi mamá en Caracas, y al revés. Ella pasaba temporadas en casa de una y en casa de otra aunque su residencia oficial era en casa de mi tía.

Cuando íbamos camino a casa de mi mamá, Mayeja me pedía que nos paráramos en La Bandera, en el camión que vende plátanos.

-      Niña, ¡a mí sí me gustan los plátanos! Y ese camión está ahí siempre, llenito de plátanos, amarillitos… ¡Provocan!

 Por supuesto yo me iba por La Bandera y si estaba el camión, nos parábamos y ella se bajaba y compraba plátanos. Si no había camión, decía, ajena a las temporadas de cosecha y esas cosas:

-      ¡Que raro! No está el camión, ¿qué pasaría? Niña, ¡a mí sí me gustan los plátanos! Mira, cuando yo me muera, no quiero que vengan a mandarme flores ¿para qué? Uno después de muerto ni siente, ni padece. Si me quieren dar algo, que me lo den en plátanos ¡pa’ comérmelos! – y soltaba una carcajada, discreta, pero carcajada.



Por el año 2000, más o menos, Mayeja empezó a tener problemas de salud. Le dolía la cadera. Mucho. Pero mi abuela era fuerte. Repetía a quien quisiera escucharlo que ella no sabía lo que era un dolor de cabeza. Se lamentaba de que tenía dormidos tres dedos de la mano derecha: pulgar, índice y medio. Por culpa de eso no le permitían fregar platos en ninguna casa y ella se quejaba, decía que era que le tenían asco. Murmuraba “¡Eso sí es malo, niña, llegar a viejo sí es malo!”

Cuando ella estaba en casa de mi tía, los fines de semana la visitaban los otros hijos. En el jardín de la casa, al lado de la puerta, estaba la silla de Mayeja. Ahí, alrededor de ella se formaba una tertulia muy sabrosa porque la casa de mi tía Lida siempre fue un lugar de encuentro de la familia y los amigos. Recuerdo que una vecina la llamaba la casita de azúcar.

Nosotras seguíamos hablando de “aquellos tiempos, niña”. Ella crecía ante mis ojos, yo guardaba silencio. Jamás la oí quejarse, menos le escuché culpar a alguien, o a algo, de sus tribulaciones, tampoco jamás se vanaglorió de sus aciertos. Creo que no los dimensionó. De lo que estuvo orgullosa todo el tiempo fue de que sus siete hijos eran gente de bien, que ninguno fumaba y que ninguno bebía. Ese fue su mayor orgullo.

A mediados del 2002, Mayeja dejó de caminar, se quedó en la  cama. Era un dolor verla reducida a su camita en el cuarto de abajo. La visitaban los hijos, los nietos. La atendían con devoción sus hijas Gisela y Lida. Yo iba los sábados y me sentaba al borde de su cama mientras ella todavía hablaba, porque se arrimaba un poquito para darme un ladito y conversar.

Mayeja después dejó de hablar. Eso fue terrible. Ella allí acostadita, como un bebé grande, muy grande, con sus ojos mirando con tristeza. Algún sábado le llevé un potaje que mi amiga China me había enseñado a preparar: en una olla con poco agua se pone lagarto con hueso, se agregan jojoto, brócoli, zanahoria, papa, hierba buena, célery, ajo, cebolla y sal. Se cocina tapado, a fuego muy lento hasta que la carne esté suave. Luego se licúa todo junto. Eso es una inyección de salud, decía China. Yo llevé alguna vez ese potaje con la esperanza de que Mayeja hablara.

Un sábado de septiembre llegué y ella estaba muy inquieta. No decía nada, pero se revolvía en la cama, estaba intranquila. En el jardín estaban haciendo una parrilla ya no recuerdo por cuál motivo. Llamé a mi casa y pedí que me trajeran un frasquito de Rescue Remedy, tal vez las Flores de Bach la ayudarían…

A los pocos minutos llegó el encargo. Pasé la tarde a su lado, hablándole despacito y bajito. Durante 45 minutos o una hora, le di cinco gotitas de Rescate cada cinco minutos. Le acariciaba la cabeza. No sabía cómo ayudarla. Ese sábado estuve con ella toda la tarde y parte de la noche.

El domingo 13 de octubre, Yolanda sintió una tristeza tan devastadora que no la compartió con nadie; solo lloraba. Buscó una tela gris y se puso a hacer un patrón para hacerle un vestido a su mamá. Era un vestido diferente. Mayeja decía que Yolanda era la hija que la vestía porque Yolanda sabía coser y lo hacía muy bien, le hacía todos sus vestidos, le compraba prendas íntimas y zapatos.

-      Yolanda me viste de pies a cabeza, niña. - Decía Mayeja.

El martes 15 de octubre Yolanda seguía en silencio, solo lloraba. Había escrito en una hoja una canción que Payejo le cantaba a Mayeja. La guardó. También guardó el vestido gris. Se arregló y salió a visitar a su mamá. Era temprano en la mañana.

En casa de Yolanda quedó su hija menor asustada, nunca había visto a su madre en ese estado. Al mediodía las hijas y las nietas de Yolanda estaban en la casa materna tristes y sin explicaciones.

De camino a Guarenas, Yolanda compró un clavel rojo, la flor preferida de Mayeja. Llegó a visitar a su mamá. Nadie sabe de qué hablaron. Yolanda le dio el clavel y empezó a cantarle a su mamá.

Entonces Mayeja, mi Mayeja, se durmió arrullada por el amor de su hija mayor.







[1] 25 céntimos de bolívar.
[2] Guasinero llaman a los presos políticos que estuvieron en un campo de concentración en Guasina, una isla en el Delta del Orinoco.