jueves, 24 de marzo de 2022

De la vida, la nostalgia, la guerra y la paz


      Esta fotografía recoge uno de los momentos más importantes de mi vida: el día que recibí mis títulos como Master en Filología y como Traductora ruso-español. Cerraba así un ciclo lleno de aprendizajes, sin temor a equivocarme, los  más importantes para convertirme en la mujer que soy. Un ciclo de colores, alegrías, angustias, éxitos; un ciclo de formación y crecimiento personal y profesional, un ciclo por el cual agradeceré siempre a la Vida haberme colocado allí.

     Si ven con detenimiento la foto podrán percatarse de que hay rostros que nos llevan a diferentes lugares del mundo, es decir, yo tuve el privilegio de vivir durante casi siete años en el Planeta Tierra, me llené de sus olores y sonidos, de sus colores, de su luminosidad y de sus partes oscuras.

     En esta foto estamos Ania, Suresh, Lena, Txum, Najam, Seriozha, Badé Mejeranzheli, Tania, Oleg, Daljeet, Olga Krylova, Alicia, Tatiana, María Emilia, Sasha, Volodia, Bertha, Abdel, Sushila, Abdul, Marina, Shura, Natasha, Genadii Prokofiévich, Ksenia, la Decano y el Rector, Andrei ,Ashok, Axmed, Irina, Asma, Vania, Olia, Kira Borísovna y Vera Serguíevna, Yolanda y yo en la primera fila porque mi mamá se fue a compartir conmigo ese momento tan especial y por eso también yo pude sentarme. Hay otros muchos cuyos nombres ya están borrosos (seguro no éramos tan amigos).

     ¿Por qué cuelgo esa foto después de tantísimos años? ¿Qué puede importar lo que pasó entonces?

     Pues importa. Para mí importa. Me explico. Tal vez alguien comparta mis motivos.

     En esa fotografía hay gente de diferentes países, de diferentes razas, de diferentes religiones, gente con lenguas maternas diferentes: inglés, francés, español, suajili, hindi, laosiano, persa, penjabi, árabe, ucraniano, tayico, georgiano y con toda seguridad algún otro, pero todos aprendimos a comunicarnos en ruso, el ruso fue nuestra lingua franca; en la foto hay personas con diferentes posiciones políticas ¡aunque usted o lo crea! Gente que descubrió que el mundo no termina en la puerta de su casa, gente que entendió que el mundo es de colores y que suena de infinitas maneras. En esa foto estamos un grupo de jóvenes que aprendimos no solo a compartir en armonía y paz un salón de clases, sino a compartir el pan y el vino, a tejer sueños juntos y a creer que el mundo es un lugar maravilloso, que somos privilegiados por vivir en él.

     Esa fotografía reúne a rusos, los anfitriones, pero rusos de Moscú y Siberia, de las aldeas más apartadas y de las ciudades más luminosas; digo, reúne a rusos, georgianos, ucranios, azerbaijanos, lituanos, chilenos, mexicanos, indios, laosianos, libaneses, congoleses, sudafricanos, pakistaníes, colombianos y esta venezolana. Es decir, allí está el mundo en un pañuelo.

     En esa foto también faltan dos personas: el Doctor Beloúsov y Sasha. Beloúsov era decano de la Facultad de Filología y Sasha era compañero de curso. A ambos los perdimos en 1979 cuando el gobierno de la URSS decidió invadir Afganistán para defender sus fronteras. Hasta el sol de hoy me pregunto ¿defenderlas de qué? Las explicaciones geopolíticas me tienen sin cuidado. No se afanen en contármelas porque es que yo tuve la dicha de compartir habitación en la residencia estudiantil con una muchacha de Afganistán y sé que ese país, que entonces era más bien un montón de tribus, es decir, tenía una organización político territorial diferente a lo que conocemos (y creemos que es la tapa del frasco), Gracias a Akela, Majgul, y a otras muchachas afganas que fueron mis amigas, y seguirán siéndolo por siempre en mi nostalgia, gracias a ellas supe que allí vive gente exactamente igual a tí y a mí, que aspira lo  mismo que tu y yo: vivir en paz, realizar los sueños, ver crecer a los hijos, que nunca mueran los que aman (aunque eso no sea posible).

     Es decir, si los seres humanos tenemos los mismos sueños y las mismas necesidades, independientemente de dónde hayamos nacido, en que lengua nos comunicamos, o a qué dios oramos,  ¿hasta cuándo habrá familias que reciban los restos de sus hijos, esposos, hermanos, amantes en una bolsa negra? Eso sí, con una medalla que lo convierte en Héroe de la Patria y una esquela alabando el arrojo y valentía defendiendo la patria. ¿Cuál patria? ¿Para qué sirve eso?

     Yo todavía recuerdo cuando nos anunciaron la muerte de Beloúsov defendiendo la patria. Yo quería a ese señor. Él fue mi profesor de Historia Universal en primer año, era experto en América Latina y hablaba impecablemente español. Nunca supimos porqué lo habían mandado a la guerra si era un señor con el pelo blanco que pasaba los 50. 

     A Sasha lo mandaron porque no había cumplido el servicio militar obligatorio. ¿Habrá una razón más cínica? 

     Hoy nuevamente guerra. Mi amada Rusia otra vez en guerra, otra vez mandando tropas fuera de sus fronteras para... ¿para qué? ¿en nombre de qué? Como dije antes, no me importan las razones que argumentan los políticos e infinitamente menos las que puedan esgrimir los militares.

     Me importa que todos los seres humanos estamos hecho del mismo material, que todos respiramos el  mismo aire y compartimos la misma casa, aunque cada quien la decore a su manera; me importa que todos tenemos gente que nos ama y quienes amamos y por esa simple razón deseamos que siempre estén bien; me importa que nuestra casa, la Tierra, no tiene remplazo; me importa que quiero que mis hijas y mi nieta tengan la oportunidad de VIVIR LA VIDA, de llenar sus pulmones de aire puro hasta que ya no quepa más soltarlo, sentirse en paz, luego reír. 

     


     

miércoles, 9 de junio de 2021

Dos años sin ti, mi Doña Yola

 

Alguna vez leí que el tiempo no existe, que es una invención de los humanos para orientarnos en esta experiencia que llamamos vida. Eso debe ser cierto.

El 4 de junio de hace dos años yo amanecí en casa de mi mamá porque ella estaba muy delicada de salud. Acababa de salir del hospital después de un infarto que nos mantuvo un mes en aquel lugar tan deprimente y yo le estaba brindando compañía y cuidados.

Aquel día fue raro aunque empezó como cualquier otro. Mi hermana y mi sobrina se fueron a trabajar y yo quedé a cargo. Mamá rechazó el desayuno, pero como yo insistí, aceptó un bocado. Después de eso no aceptó nada más. Yo me quise quedar sentada a su lado y ella me dejó hacer. Pero algo me impelió a salir. No puedo explicar qué, pero salí de la habitación. Eso siguió pasando. Yo entraba, la miraba y ella seguía acostada, tranquila, en silencio. Yo le preguntaba cualquier cosa y ella contestaba monosílabos o nada. Yo estaba serena, nada me inquietaba. Me mantuve afuera. De pronto sentí la necesidad de escribirle a tres de mis primos más cercanos que viven fuera de Venezuela y les conté que mi mamá se estaba apagando como una velita.

Como a las dos de la tarde, mamá me llamó solo para preguntarme: “¿Y será que estas mujeres no van a venir hoy?” De inmediato llamé a mi hermana y ella a mi sobrina. Ambas regresaron al término de la distancia.

Todo siguió igual, mamá en silencio y nosotras entrábamos y salíamos sin poder quedarnos. Algo nos lo impedía.

Como a las cinco, mi hermana le dijo a mi sobrina: “Llama a Naty.” Ni ella sabía muy bien porqué lo pidió; nadie preguntó.

Estábamos funcionando como en automático sin saber porqué y sobre todo para qué. Mi otra hermana llegó sobre las seis de la tarde.

Más o menos a esa hora en mi cabeza sonó: “Llama al servicio de emergencia para que certifiquen el deceso.” Lejos de asustarme o preocuparme, llamé. Mi mamá seguía con vida, pero yo llamé a emergencias y dije que mi mamá estaba muy débil.

Sobre las siete de la noche llegó la ambulancia y yo bajé a buscar a la doctora y al joven paramédico. Me alegró que la doctora comentara que cuando ella escuchó el nombre de la paciente, se ofreció a atenderla “porque esa señora es una abuelita muy especial, nos trató con mucho cariño cuando vinimos a verla hace unos días.”

Subimos a la casa. La doctora y el joven paramédico entraron directamente a la habitación de mami y comenzaron a examinarla. La doctora constató que estaba muy deshidratada. Le pidió al joven que le colocara una vía para suministrarle suero. Él buscaba en qué vena podía insertar la aguja. En ninguna. Con espanto le dijo a la doctora que no fluía la sangre, pero seguía intentando. La doctora estaba muda y nosotras también. De pronto mamá le dijo al muchacho: “Mijo, déjame tranquila. Yo me estoy muriendo.” Él quería salvarla. No quería rendirse. La doctora le indicó que la dejara tranquila, pero él seguía allí, hablándole suave, queriendo ayudarla. De pronto, mami simplemente volteó el rostro y se fue.

El paramédico se impresionó mucho, era la primera vez que un paciente fallecía en sus brazos. La doctora examinó a mami y constató que había fallecido. El muchacho salió de la habitación aturdido. Informó lo que acababa de ocurrir. La única que no estaba en la habitación cuando mami falleció, era yo. Entré. La vi. Era como si estuviera durmiendo. Le besé la frente y le agradecí por haberme dado la vida, por haberme regalado la libertad, por haberme acompañado durante tanto tiempo y le pedí que volara alto.

Mi hermana menor y mi sobrina se acostaron con ella en un abrazo eterno, como habían vivido las tres. Se quedaron así un rato…

Hoy hacen dos años de aquel día raro, lleno –ahora lo sé- de tanta amorosa asistencia de nuestros ancestros y nuestros ángeles, lleno de mucha Luz.

Dos años… Yo no sé si hace mucho tiempo o si hace poco tiempo. No sé cómo se mide lo que se siente.

Lo más duro es el día después. Lo más difícil es aprender a hablar en pasado del amor. Para mí todavía es difícil. Sigo diciendo: “como dice mi mamá.” Lo que más duele es pensar: “Se lo voy a consultar a mi mamá.” O “Cuando mi mamá sepa esto se va a alegrar un montón.” Y en ese momento, justo en ese momento, te acuerdas que no puedes porque ella ya no está. También duele darme cuenta de que son las tres de la tarde y no tengo a quien llamar, porque a la única persona a quien yo llamaba a esa hora era a mi mamá.  Y nos reíamos porque ella decía que cuando sonaba el teléfono a esa hora primero pensaba que era “el equivocado de las tres” y así empecé yo misma a anunciarme. Ya no más.

No creo que la muerte se supere. Tal vez uno encuentra una manera de seguir viviendo, de seguir pa’lante con alegría, con muchas ganas de seguir construyendo la mejor versión de nosotros mismos. Seguir pa’lante honrando la vida de ese ser que seguimos amando, así, en presente porque el amor se queda.

Nosotras ya hemos aprendido a reírnos de “las cosas de mi mamá”, hemos aprendido a preguntarnos: “¿Tú te imaginas lo que diría Doña Yola en este caso?” Y normalmente soltamos la carcajada en un gesto de absoluta complicidad.

Sé que venimos en manada a vivir una experiencia humana, por tanto, sé que regresamos al Padre para encontrarnos de nuevo y quizás regresaremos nuevamente a este planeta todos juntos. Quizá…

Ahora sé que mami está bien, que está como me contó mi amado Tío Nel en un sueño: “Estoy bien, pero lejos, muy lejos.” Eso es y no es verdad porque quienes se nos adelantaron, como dicen los mexicanos, siguen con nosotros en nuestros corazones, en los recuerdos, en la nostalgia, en lo que nos enseñaron, en los sueños compartidos y en los logros que nos inspiraron.

 

lunes, 31 de mayo de 2021

Vamos a echar gasolina

 3:27 am. hay que despertar. Hoy toca echar gasolina. Debemos salir antes de las cuatro para hacer la cola. 

Me levanto y aseo rápido. Mi esposo prepara sandwiches y jugo de naranja. Vamos a una excursión que no sabemos a que hora termina. Preparo café. Lleno dos tazas y un termo. También lleno un termo con agua fría. Hoy toca echar gasolina.

Desde hace tiempo, ya no sé si muchísimo o mucho, echar gasolina al carro es un viacrusis que solo comprendemos quienes lo padecemos. Dicen en Colombia sobre el carnaval de Barranquilla que "quien lo vive es quien lo goza". Algo así es echar gasolina en Venezuela.

Salimos de casa a las 3:50 am. Está oscuro, muy oscuro. La autopista no tiene iluminación. Mi esposo maneja "de oido". Conoce de memoria cada curva, cada bache. Esquiva intuitivamente los obstáculos. Vemos una larga cola de vehículos que esperan cargar gasolina en una bomba sin saber si hoy surtirán esa estación de servicio. Nosotros vamos a una que queda un poco más lejos, pero siempre recibe gasolina. Llegamos a nuestro destino. Nos toca detener el carro a unos dos kilómetros de la entrada de la estación de servicio. No puedo calcular cuántos carros hay por delante. Mi esposo lanza una hipótesis: "200 y seguramente pasaron la noche aquí en la autopista porque esta bomba trabaja hasta las seis de la tarde." Puede ser.

Decidimos dormir un rato. No dormimos. Estamos a la  intemperie. Hablamos poco. ¿De qué se puede hablar? La bomba empieza a despachar a las 6:30 am.

5: 28 am. Empiezan a cambiar los colores del cielo. De negro pasa a azul oscuro con vetas grises. Aparecen los morados y lilas y poquito a poco van dando paso a los naranjas.



6:15 am. Veo cómo el sol se va abriendo paso entre las nubes. 



Me dedico a escuchar a las aves que empiezan a cantar. Los veo saltar de rama en rama en este majestuoso árbol.



¿Para que ocuparme de la cola que no se mueve? ¿Para que pensar en lo obvio? Decidimos tomar café y comer un sandwich. Son las 6:23 am.

Ya van a abrir. Tenemos dos horas y media esperando. La cola empieza despertar del letargo y vemos que los carros que están alláaaaa adelante empiezan a moverse. Mi esposo enciende el carro y espera poder moverse. Nos movemos unos 100 metros. Encendemos la radio. La volvemos a apagar porque no hay nada grato que escuchar. Conversamos mientras tomamos jugo de naranja. Pasan vendedores ambulantes ofreciendo café e infusiones de toronjil, manzanilla y malojillo. 

Nos movemos con lentitud. Trato de concentrarme en las montañas, en las nubes, en las flores silvestres del borde del camino. Estoy cansada de estar sentada. No quiero pensar. Opto por no gastar la batería del celular, pero voy enviando fotos. Quiero hacer la cronología de este trance.

Para poder comprar gasolina subsidiada hay que estar inscrito en el sistema Patria. A través de ese portal controlan cuánto puede comprar cada quien. La compra se puede hacer cada cinco días y solo hasta por 120 litros mensuales. Es decir, unos 20 litros semanales. Es muy poco lo que se puede circular con esa cantidad. Nos vemos obligados a usar el carro solo de vez en cuando. Quienes vivimos en ciudades dormitorios la pasamos realmente mal porque también el transporte público está sujeto a si hay o no gasolina o gasoil. Los viajes interurbanos a veces están prohibidos. Una semana sí y una semana no hay lo que aquí se llama "cuarentena radical" lo que se traduce en la imposibilidad de ir a otra ciudad. Se necesita un salvoconducto además de gasolina.

9:43 am. Hemos avanzado unos 400 metros. El sol ya nos agobia. 

10:15 am. Ya divisamos a lo lejos la entrada de la estación de servicio. Ya no sé cómo sentarme. No hay mucho más que ver. Tampoco mucho más que escuchar en la radio.

11:00 am. 7 horas en cola. Estamos más cerca de la entrada. La cola dejó de moverse. Mi esposo camina hasta la entrada y pregunta qué pasa. No hay respuesta, pero puede ver que hay una cola que ingresa por otro lado y está moviéndose. Son los ungidos.

Como la gente empieza a preguntar, permiten que entren algunos carros. Nosotros quedamos a siete de entrar.

11: 15 am. Logramos entrar. Nos recibe este bucare encendido:


Me hechizan sus colores contrastantes y por un momento dejo de estar en esa cola que ya parece eterna.

Estamos en el umbral de la estación de servicio. Para entrar realmente falta. Hay como ocho carros por delante.

No se mueve la cola. Mi esposo se baja nuevamente a ver que pasa. No hay sistema. 

11:27 am. Entramos oficialmente.


Ya se divisan los surtidores, pero delante de nuestro carro hay un cono naranja. No podemos avanzar. Falta mucho todavía. Creo que llenan los tanques con gotero.

11:40. Finalmente llegamos al surtidor. Estamos a tres carros para equipar. 

11:58 am. Ya han pasado ocho horas y es justo en ese momento en que puedo pasar a registrarme en el sistema, a comprar los 25 litros de gasolina y finalmente a las 12 y algo empieza a entrar gasolina al tanque de mi carro.

Ocho horas. Un día completo de trabajo. Un drama. Un desespero que pretende convertirse en normal. Un abuso que hay quien lo ve como algo correcto y necesario para la distribución equilibrada de combustible.

¡Quien lo vive es quien lo goza!




martes, 14 de abril de 2020

Una cuaresma diferente



      Coronavirus... ¡Qué cosa! Mucha reflexión. Pienso que está hablando el planeta, que nos dice: "Quédate contigo, solo tu contigo. Obsérvate y revísate. Piensa... Transformate. Busca tu mejor versión. ¡Epa, es con
todos!"
      Sé que hay quienes están buscando culpables para castigarlos, obligarlos a pagar (¿acaso con dinero se recuperarán las vidas de quienes se fueron por su causa?), son los policías del mundo. Otros
sacan provecho, llevan a subastas mascarillas y cualquier tipo de insumos para el mejor postor; son la maquila planetaria. Hay quienes juegan al héroe y mandan legiones de médicos al mundo entero; son los
viejos superhéroes que ya no salvan princesas en torres de castillos.
      Mientras tanto, por las calles de un pueblo colombiano, se pasea un oso frontino. El silencio y la paz le permiten explorar fronteras ¿o intentar recupera sus espacios? Las aguas de los canales de Venecia se aclaran y los peces y los cisnes deciden volver a la vida, mientras la muerte hace una fiesta macabra en Italia con los humanos. En mi casa hemos vuelto a escuchar los sonidos del silencio, no la canción de Simon & Garfunkel (que también), sino los grillos y sapitos en la noche, alguna chicharra pidiendo agua y
simplemente el viento que viaja libre sin carros y gandolas por la autopista. Las estrellas se ven más claras porque no hay luces de neón.
      A ver... Yo con yo. Me gusta el silencio que siento. Me gusta ver a la gente con mascarillas y guantes. No por morbo, por Dios, sino porque entiende que la vacuna contra el virus es cada uno de nosotros, es la prevención. Me gusta que en casa hemos encontrado montones de cosas que compartir y hacer. Cosas
sencillas, básicas como jugar "stop", dominó o bailar. Cosas como que el abuelo le enseña a la nieta la calistenia que hacía cuando era niño y soñaba con ser grandeliga. Cosas como dibujar manos y pies y pegar las hojas de tres en tres para hacer con el cuerpo la figura de cada línea, reírnos cada vez que alguno cae. Simplemente hacer pan, que el abuelo aprenda y disfrute amasar el pan y hacer una fiesta con el olor que nos avisa que ya podemos comerlo.
      Tengo conciencia de la hecatombe financiera mundial, de que nadie sabe cuándo y cómo será el día después, pero tengo la certeza de que nos inspirará el amor y luego podremos contar cómo fueron estos días, hablar de los verdaderon héroes: los que trabajan sin descanso en el sector salud y en el alimentario, los héroes como bomberos. Ojalá aprendamos y esta vez escribamos la Historia como es: desde el amor.

lunes, 10 de febrero de 2020

El viacrusis de los pensionados


Viernes 07 de septiembre del 2018. 5: 12 am indica el despertador. Hora de levantarse, hay que ir al banco para cobrar la pensión. Hay que ir porque sigo sin tarjeta de débito, cambió el cono monetario y en mi monedero no hay una moneda, y menos un billete. Me ducho, me visto, preparo café y tres pastelitos de queso. Me como uno y guardo dos. Los meto en el kit para las colas: botella mediana con agua, el tentempié y, por supuesto un libro. Ese día mis manos tomaron a Coelho. Años sin leerlo. Me parece repetitivo, sin embargo las manos llegaron derecho a “El Zahir”. Bien, es necesario seguir la intuición.
Salgo de casa a las 6:10 am. Camino hasta el banco. Llego a las 6:47. Tengo manía de consultar la hora cuando salgo, cuando llego a mi destino y cada vez que pasa algo que me llama la atención. También tengo la manía de contar los escalones que subo o bajo.
La cola para entrar al banco es larga. Ocupa tres cuadras. La cola termina justo frente al patio inmenso y frondoso de la Iglesia de los Santos de Jesucristo de los últimos días (creo que ese es el nombre). A esa hora es maravilloso estar cerca de los árboles porque los pájaros vuelan haciendo sus ejercicios matinales, afinan sus gargantas, el sol es claro y suave. No hace calor. Me digo: “Bueno, será larga la jornada, pero en este momento puedes leer y disfrutar del canto de los pájaros y ver los árboles. No voltees, la basura está del otro lado de la calle.” Abro el libro y comienzo a leer desde la página cero. Me parece no haber leído nunca ese libro. Pienso que cada vez que uno vuelve a leer un libro es como encontrarse años después con un amigo querido, es el mismo y también es otro. A veces más profundo, a veces más superficial; a veces nos gusta más, otras menos. ¿Es el amigo el que cambia o somos nosotros?
8:00 de la mañana y la cola no se ha movido ni un centímetro. Sigue llegando gente. Yo sigo leyendo. No me provoca conversar. Leo:
«Y de repente, en medio de la nave central, me doy cuenta de algo importante: la catedral soy yo, es cada uno de nosotros. Vamos creciendo, cambiando de forma, nos abordan algunas debilidades que deben ser corregidas, no siempre escogemos la mejor solución, pero a pesar de todo seguimos adelante, intentando mantenernos erguidos, correctos, de modo que honremos no a las paredes, ni a las puertas o las ventanas, sino al espacio vacío que está allí dentro, el espacio que adoramos y veneramos, aquello que nos es querido e importante.
»Si, somos una catedral, sin duda. Pero ¿qué hay en el espacio vacío de mi catedral interior?
Esther, el Zahir.»
Me quedo absorta pensando en si tengo un zahir. Creo que si. No sé. Creo que no. Una señora me toca el hombro y me dice que la cola está caminando, tres pasos contados, pero algo es algo. Vuelvo a la lectura. El autor habla de la Libertad… Dice que incluso cuando estuvo preso era libre… Eso es la Libertad… Complejo y profundo.
El sol sigue subiendo, la calle se llena de ruidos, gente, carros, motos, los de la cola se animan y hablan alto para poder escucharse, se hace difícil leer. Insisto tercamente en mi burbuja para no dejarme llevar por la desesperanza, la frustración mía y ajena. Hoy no quiero escuchar historias de dolor, hambre y miedo. Con lo que tengo me basta. Hoy quiero leer a Coelho, hoy quiero reafirmar que soy libre aunque esté presa, que soy la hija predilecta del universo aunque esté en esa humillante cola, aunque eso sea una pretenciosura.
La gente alrededor comienza a cansarse de estar de pie, se sientan en la acera. Otros “marcan la cola”, es decir, le piden a quien está delante y detrás que les cuiden el puesto, que ya vienen, que van a hacer algo y ya regresan.
9:40 am. No hemos avanzado ni un centímetro. A mi derecha siguen los árboles y los pájaros del patio de la iglesia. La señora que está delante de mí llama mi atención para mostrarme un par de zapatos, unas botas de obrero que están abandonadas tras la cerca que nos separa del patio de la iglesia. Le digo que a mí me impresionan los zapatos abandonados en la calle. Ella se sorprende y me pregunta si es porque pienso que a los dueños los mataron. Le respondo que no lo había pensado así, pero que a lo mejor es eso. Intento volver a Coelho: “Tiempo de romper, tiempo de coser, título basado en un verso del Eclesiastés, se publicó a finales de abril.” Me quedo pensando en el paralelismo… Tiempo de romper, tiempo de coser…
La cola se mueve un poco. Llegamos a la esquina donde termina el patio de la iglesia y donde hay un montón de basura apilada desde ¿siempre? El olor a orines rancios es insoportable. La señora que está delante de mí se ríe y dijo que habíamos llegado a la esquina de El Calvario. No puedo evitar sonreír y le pregunto porqué se llama así. Ella me responde sonreída que así le dice la gente porque ahí empieza una cuesta, pequeña, pero cuesta, y por el olor permanente a orines y basura. El humor salva a los venezolanos, dicen humoristas como Laureano Márquez y Emilio Lovera, yo digo que el humor nos venda los ojos. Le buscamos el lado chistoso a la vida, creemos que nos burlamos aunque en realidad buscamos la manera para no ver lo que nos aturde, nos humilla, nos rompe por dentro. No es una salvación, lo siento Laureano, lo lamento, Emilio.
En la esquina del calvario pasamos no sé cuanto tiempo. Ya ni quiero consultar la hora, ya no puedo leer. Marco el libro en la página 89. Me sorprende todo lo que he leído. Intento respirar y no salir corriendo. Necesito sacar efectivo.
El cielo se pone gris. Amenaza lluvia. Lo que faltaba. Comienza a lloviznar. Guardo mi libro. Tengo hambre, pero cómo puedo comer algo junto a la basura. Me aguanto. Era una nube pasajera. Escampa.
Se mueve la cola. Ya no siento el olor a orines rancios. Ahora estamos parados sobre una acera típica de Guarenas. Tan angosta que apenas cabe un pie. Hay que pararse de frente a la calle. Los carros nos embisten cada vez que pasan porque tienen que hacer una curva cerrada para incorporarse a la cuesta del calvario. Decido incorporarme a la conversación de las señoras que están delante mí. Alaban a sus nietos. Todos son muy inteligentes y hasta hermosos. Una se vanagloria de lo alto que es su nieto porque tiene 12 años y es una cabeza más alto que ella, la otra le comenta que los nietos de ella también son altísimos, que viven en Caracas y uno en Apure porque su hijo es militar y lo mandaron para allá. Yo simplemente sonrío. Cambian el tema de conversación porque se incorporó el señor que está delante de ellas. Él nos cuenta que tiene casa en Higuerote y lancha, que su casa es tan grande que en el estacionamiento caben tres carros; dice que cuando van todos para allá, sacan los carros y convierten el estacionamiento en patio de bolas criollas y que, como tiene lancha, cuando se va pescar, trae pescado en abundancia, que hacen parrillas de pescado y la acompañan con tostones de topocho porque los plátanos son carísimos. Entonces todos hablamos de lo hospitalaria que era HIguerote, que todos disfrutamos en algún momento estar ahí, aunque sea de paso. Coincidimos en que desde que fue declarada zona de paz y los cuerpos de seguridad no pueden actuar, la delincuencia no permite que la disfrutemos. Caímos en los temas de la vida real y nadie quiere hablar de la vida de verdad, verdad. Todos coincidimos en que eso es de hace dos años para acá y todos deseamos fervientemente que Higuerote recupere su esencia.
11:02. Vi la hora porque la cola avanzó hasta la entrada del estacionamiento del edificio donde está la agencia del Banco Bicentenario. Claro desde ahí hasta la puerta anhelada nos quedan dos cuadras. Lo interesante de esta entrada es que allí depositan los pipotes de basura del edificio y, aunque vimos al camión del aseo vaciarlos, quedaron la putrefacción y los gusanos. Allí estamos parados. La conserje del edificio barre los gusanos. Ella tiene tapaboca, pero no tiene botas de seguridad. Pienso en que esa pobre mujer está expuesta a contraer cualquier enfermedad. Alguien de la cola le pide que limpie con creolina o con kerosen, ella contesta que no hay ni agua en el edificio, que por eso solo está barriendo.
Nadie sabe cómo respirar. Los seres humanos somos animales de costumbres y sabemos que siempre se puede estar peor, así que poco a poco la gente comienza a hablar entre sí. Yo sigo muda, mirando para lontananza, como decía mi maestra de quinto grado, la Señorita Flor Valladares. Lontananza queda dentro de mí, porque del otro lado de la calle hay una cola igual de larga, pero de los sentados. Si, la gente que “marca la cola” y regresa a su puesto original solo cuando se mueve la cola, viene, sonríe, saluda y vuelve a decir, “ya vengo”. Me quedo mirando para lontananza. Sintiendo que no pertenezco al lugar en el que me encuentro, que no pertenezco a la gente que me rodea. No es aporofobia, lo sé, aunque no lo voy a explicar aquí. Simplemente no pertenezco.
Me saca de lontananza la voz estentórea de un señor alto, de barba larga y blanca, vestido de manera extravagante y que carga un palo que blande a diestra y siniestra. Él le pregunta a otro señor que habla con acento andino si se ha leído la Biblia. Pienso en que las peores conversas son las de política y religión. No me equivoco. El andino le contesta que sí. El otro le alecciona:
-       Ah bueno, entonces debe haber leído el Génesis y debe saber que Adán y Eva andaban desnudos en el Paraíso, que no se avergonzaban de su desnudez y que Eva no le dio a comer manzana a Adán, ella le dio a probar del fruto prohibido. No dice manzana ¿de dónde usted sacó eso?
-       Claro que si dice manzana, ¿de donde cree usted que salió el nombre de lo que los hombres tenemos aquí, en la garganta, la manzana de Adan?
-       Eso no tiene nada que ver. Usted no ha leído la Biblia.
-       Claro que sí, yo soy Cristiano. 
Y por ahí siguen en una discusión bizantina que me aturde. La voz del señor de barba me irrita los oídos. Él no tiene la culpa, claro, el problema es que mi oído derecho es hipersensible a los ruidos, hay algo ahí que no funciona bien. Me siento a punto de vértigo –una de las consecuencias de ese desperfecto. Intento volver a Coelho:
“Pasa una hora. Mikhail mira el reloj y veo que va a marcharse. Tengo que hacer algo inmediatamente. Cada vez que lo miro me siento más insignificante, y entiendo cada vez menos cómo Esther me cambió por alguien que parece tan fuera de la realidad (ella decía que él tenía poderes “mágicos”). Aunque sea muy difícil fingir que estoy cómodo, hablando con alguien que es mi enemigo, tengo que hacer algo.”
-       Señor, Dios ha acabado el mundo dos veces: la primera en candela y la segunda en agua. Eso está en la Biblia. – Dice el que tiene acento andino.
-       Jajajajajajaja ¿la primera en candela? ¿Cuándo fue eso?
-       ¿Usted no leyó la parte de Gomorra?
-       Jajajajajajajajaja Usted se refiere a Sodoma y Gomorra. Amigo, léalo usted mismo. Dios no ha acabado el mundo en candela nunca. Eso será con la tercera guerra mundial. La Biblia habla del Arca de Noe, eso sí, supuestamente, Dios acabó el mundo con una inundación. Ahora dígame usted: ¿de qué tamaño era el arca? ¿Con qué herramientas la hizo? ¿Cuántos hombres y mujeres entraron ahí? ¿La Edad de los metales ya había pasado? Digo, porque ¿con qué clavos y tornillos construyó el arca? Esas son preguntas interesantes.
-       Si… la historia de la mujer de Lot que no podía voltear para atrás y se convirtió en estatua de sal. Y él se quedó solo con las hijas. – Dijo el otro.
-       Y las hijas tuvieron que emborracharlo para que les hiciera el amor y pudieran tener hijos. – Completó una voz chillona de mujer que soltó una carcajada y aplaudió. ¿Por qué habrá gente que siente la necesidad de aplaudir mientras se ríe escandalosamente? 
El estruendo de la risa colectiva me saca nuevamente de mi lectura, pero intento seguir en la burbuja mientras repito como un mantra: “no pertenezco aquí, no pertenezco aquí, no pertenezco aquí...” De pronto escucho:
-       Señora, señora, señora… la que está leyendo
Entiendo que es conmigo y levanto la vista del libro. Era el hombre de la barba blanca y larga:
-       Está leyendo un libro muy interesante. Coelho.
-       Si, interesante –y bajo la vista nuevamente a las letras.
 Seguimos sobre los líquidos ya casi secos de la basura, los gusanos ya no están. No quiero pensar en qué fue de ellos. Por lo menos no los veo sobre mis zapatos.
1:37 pm. Nos movemos unos diez pasos. ¡Aleluya! ¡Llegué al poste! Salimos del basurero. Las dos cuadras hasta la puerta del banco siguen intactas, pero al menos ya no estamos sobre restos de basura y gusanos. Dos horas y media parados en la inmundicia. ¿Qué me está pasando? También estoy anestesiada. ¿Por qué no me voy? Tengo seis horas de pie, sobre basura, soportando olores infectos, escuchando disparates y sigo aquí. Fraga, ¿es a esto a lo que te refieres cuando hablas de las burbujas que debemos crearnos para que la realidad no nos toque? Supongo que no. Supongo que no sé. Supongo que la realidad me aplasta, no me deja respirar y sin aire no puedo pensar, estoy indefensa, soy vulnerable. Pienso en mi madre. En las pruebas durísimas de vida que ha tenido que sortear. Quiero asirme a ese ejemplo de vida: claudicar nunca, rendirse jamás. Ay, vieja querida, chica, como que me faltaron algunos genes.
Me como un pastelito que ya está duro, “correoso”. No sé si tengo hambre. Trato de distraerme masticando algo como un plástico. Bebo agua. Al menos no hay ningún mal olor, o mi nariz ya no lo percibe.
La señora que está delante de mí quiere conversar y me cuenta que su esposo, bueno su ex, solo que no se acostumbra porque él le habla y la visita de vez en cuando, pero nada que ver; bueno, su esposo se la hizo desde el primer día.
“Chica es que los hombres son así. Nosotros ya habíamos fijado la fecha para casarnos en la jefatura. En Petare. Bueno, cuando llegó el día yo me fui para allá y cual fue mi sorpresa, que el hombre no se apareció. ¡Imagínate tu! Yo hablé con la secretaria y la convencí para que llevara el libro hasta la casa de él que era por ahí cerca, en el edificio Bataglia, ¿sabes? Chica, ese libro no se podía sacar de la prefectura pero, será que le caí en gracia, ella aceptó y cuando fue la hora de almuerzo, nos fuimos. Yo tenía llave del apartamento así que abrí la puerta y lo llamé. Él estaba en el cuarto. Entré con el libro y le dije que firmara. Él no entendía nada. Me dijo que se sentía mal, pero firmó. Él me la hizo, yo se la hice.”
Yo sonreía y agradecí por este cuento porque me daba alimento para escribir.
En eso pasa una mujer que iba escribiendo un número en el brazo de las personas que estábamos en la cola. Cuando llega a mí le pregunto para qué hace eso. Ella responde que es para garantizar la atención. Coloca el número dos en la palma de mi mano izquierda. Va colocando los números de diez en diez. No sé en cuál decena entré yo. Nos marcaron como a las reses.
A las tres de la tarde comienza a correr la voz de que el banco cerraría a las tres y media, que nos quedaríamos sin cobrar y que para colmo de males, el lunes sería bancario. Me salgo por primera vez de la cola. Le digo a las señoras que voy a buscar información.
Llego a la puerta del banco con la suerte de que estaba hablando una mujer regordeta, de pelo rizado y brakets en los dientes:
-       Está claro que no los vamos a atender a todos. Nosotros no somos esclavos. Les vamos a hacer el favor de trabajar hasta las cuatro. Los que queden tendrán que venir el martes.
-       ¿Y para qué nos pusieron números en las manos? – pregunto mientras me siento francamente idiota.
-       Señora, ¿yo la marqué? No, ¿verdad? Que algún espontáneo haya salido a hacer eso no quiere decir que el banco esté obligado a atenderlos.
-       Pero anunciaron un operativo especial… -continúa la idiota que se había apoderado de mí.
-       Bueno, señora, ¿qué más quiere? trabajaremos hasta las cuatro. – Se da la media vuelta y entra. 
Yo también me doy la media vuelta y camino hasta mi puesto en la cola, obediente, furiosa, humillada. Cuento lo que me dijeron. Todos nos quedamos ahí. Pegados a la acera. No sé para qué.
Tres y veinte. Decido llamar al número de teléfono que aparece en la libreta. Me atiende un joven cuyo nombre era Jefferson, el apellido no lo entendí. Le expongo la situación, él pide mi número de cédula. Se lo doy. Me pide que espere. Espero. “Gracias por su tiempo de espera, señora, los reclamos se deben hacer por las redes sociales del banco. ¿Algo más en lo que pueda ayudarla? Buenas tardes.”
Claudicar nunca, rendirse jamás. Escribo un tuit a la cuenta del banco, escribo otro. Pido que intervengan esa agencia. Estoy furiosa, pero soy impotente.
Hay truenos. El cielo se puso gris, completamente gris. Hace mucha brisa, viento, mejor dicho. Seguimos pegados a la acera. No sé para qué, no sé hasta cuando. A lo lejos veo que se acerca mi esposo caminando. Me había dicho que me buscaría a las tres si yo no había salido antes. Me ve, se acerca y me pregunta qué hago ahí, dice que es obvio que no cobraría. Que hay cuadra y media de gente delante de mí, que el banco ya va a cerrar. No sé que decirle.
En ese justo momento, como a propósito, como planificado, llega un viento fuertísimo, huracanado que rompe varios gajos del árbol inmenso y frondoso que está en la esquina del banco. La cola se disuelve. Todos corremos lejos de la lluvia de ramas y yo, mientras corro agarrada de la mano de mi esposo, pienso en las maneras que tiene la vida para arrancarnos de donde no debemos estar.

jueves, 9 de enero de 2020

El sueño de la niña Yolanda

     La historia que leerán a continuación se convirtió en Primera finalista de la primera edición del Premio lo Mejor de Nos, organizado por la talentosa gente de @lavidadenos que lideran Albor Rodríguez y Hector Torres. Eso fue en 2018. Aquí va.


“Cuando uno nace pobre,
estudiar es el mayor acto de rebeldía
contra el sistema.
El saber rompe las cadenas
 de la esclavitud.”
Tomás Bulat


El sueño de la niña Yolanda

A Yolanda, cuando tenía seis años, le gustaba jugar con Carmen Alicia en la quebrada seca que quedaba cerca de su casa. Cargaba con su hermanito menor. Él era un bebé gordo, comelón, y Yolanda era una niña flaquita, pero fuerte, sobre todo tenía los brazos fuertes porque desde los cuatro años ya era dueña de una mano de pilón que le había hecho su papá para que ayudara a pilar el maíz en la mañanita.
Así que, al terminar de ayudar en los quehaceres de la casa, se iba a jugar con su prima. Así lo cuenta ella:
«Agarrábamos unas hojas de almendrón, que eran unas hojotas grandotas, con sus venitas, y un palito. Sentábamos a los niños en la arena finita, debajo del almendrón, desnuditos, porque entonces no había pañales, y nos íbamos a jugar. Bueno, agarrábamos nuestras hojotas ¡y nos poníamos a escribir! Nos tratábamos de “maestras” aunque yo no sé cómo les decíamos a las maestras de verdad; nadie nos dijo que se les decía “señorita” o “miss”.
»Supongo que para ese entonces yo debía haber aprobado mi primer grado, allá, en El Paují. De primero pasé para segundo en la escuela de Modesta Hernández; por eso yo sabía que se agarraba un lápiz y se escribía en la rayita.
»Ese era el juego de nosotras... Sería yo quien lo inventó porque a los siete años ya yo había salido de la escuelita, pero ninguna de ellas, pobrecitas, fue a la escuela.»
Como el papá de Yolanda era un señor que tenía ideas muy avanzadas para el momento y el lugar que le tocó vivir, y como él estaba decidido a cambiar el mundo, se empeñó en crear una escuela para que todos los niños pudieran aprender a leer y a escribir. Entonces fue muchas veces a la capital del estado, Los Teques, a plantear su idea, pero el proceso era lento; así que Gustavo, que así se llamaba el papá de Yolanda, habló con otros vecinos y les propuso que su hija Yolanda y tres muchachas más del pueblo: Benicia, Delgadina y Presentación, dieran las clases. A todos les pareció una muy buena idea y crearon la escuela. El horario sería todo el día y cada muchacha trabajaría una semana, se rotarían. Fue así como Yolanda tuvo la primera oportunidad de enseñar a leer y a escribir a los otros niños del pueblo. Les enseñaron a cantar el Himno Nacional, el Himno al Árbol y algunas otras canciones. Los 29 niños, con edades entre 7 y 12 años, aprendieron, además, algunos conocimientos de Geografía y de Historia, y un poquito de Matemática. Era 1946 y Yolanda, que cumplía 14 años el último mes de ese año, descubrió que quería ser maestra.
Por fin el Ministerio de Educación decretó la escuela para El Paují, en los Valles del Tuy del estado Miranda. Era la Escuela Nº 171.
Mandaron una maestra que llegó al pueblo montada en un caballo. Se llamaba Betina Machado C. Cuando ella preguntó por la escuela y le respondieron: «Ahí está el salón», por poco se desmaya. No era para menos. El salón eran cuatro paredes de bahareque con techo de zinc y piso de tierra. Ni una silla. Nada más. Y ella tan bonita. En ese momento la señorita Betina Machado C. tomó una decisión y, dirigiéndose al papá de Yolanda, dijo: «Señor Gustavo, yo aquí no trabajo. Aquí no se puede trabajar». Dio media vuelta, se montó en su caballo y ¡patitas para que las tengo!
En 1947, la familia de Yolanda se mudó a Pitahaya, un pueblo cercano. Hoy en día, ella supone que se mudaron por razones políticas, porque su papá no les explicó, al menos a los hijos, porqué se mudaban. Allá vivían alquilados. Nuestra adolescente era la mayor de siete hermanos y estaba acostumbrada a ayudar en la casa; por eso decidió trabajar para ayudar con los gastos. Conversando con la gente cercana supo que en Cantarrana, un pueblo que quedaba como a dos kilómetros de donde ella vivía, tal vez podía crear una escuela. Entonces Yolanda se fue para allá y habló con los vecinos. Les propuso que ella podía enseñar a leer y escribir a los niños. Crear una escuelita, pues. La gente lo recibió como algo muy bueno, tanto que uno de los vecinos ofreció un salón de su casa para que la escuela funcionara, con la única condición de que los muchachos llevaran dónde sentarse. Ella cobraría un bolívar semanal por niño. Se inscribieron casi 30 muchachitos con edades entre 8 y 12 años. La escuela empezó a funcionar. Yolanda caminaba dos kilómetros en la mañanita para llegar a la escuela y dos kilómetros por la tarde para regresar a su casa. Como las clases duraban todo el día, las madres de los niños le mandaban comida y dulces caseros a la maestra, porque ella no podía ir a almorzar a su casa, no le daba tiempo de ir y regresar. Yolanda recuerda puro cariño de esa época. Hasta una de las madres la escogió como madrina para su hijita más pequeña.
Esa hermosa experiencia duró hasta agosto de 1951, cuando la dictadura de Pérez Jiménez encarceló en Caracas al padre de Yolanda. Ella amaba profundamente a su papá y por eso decidió irse a la capital para buscarlo y ayudarlo. En Caracas vivía su hermano Nel, que era dos años menor que ella, pero había migrado para trabajar y ayudar a levantar a la familia. Él vivía en un cuarto alquilado en casa de un tío y, como trabajaba desde la madrugada vendiendo café, no le daba tiempo de ocuparse del padre. Yolanda llegó entonces a la capital. Durante un tiempo compartió la habitación con su hermano hasta que éste consiguió un rancho a medio construir, lo terminó de levantar y se trajo al resto de la familia.
Hacía mucho tiempo que Yolanda había abrazado la causa política de su padre y por ello, en Caracas, tenía una actividad febril. También trabajaba en fábricas de costura para sostenerse. Con otros camaradas, fundó un centro juvenil en el que se ofrecían actividades culturales y deportivas; militaba, por supuesto, en la Juventud Comunista de Venezuela, que estaba proscrita, por lo que Yolanda tenía una doble vida. En su vida política empezó a llamarse Lucy Campos. Corría de un lado a otro, cantando; hubo quien la llamaba Campanita.
Como ellos vivían en lo último de aquel cerro de El Valle, allá donde se pueden tocar las nubes sin mucho esfuerzo, Yolanda se dio cuenta de que había «mucho muchacho» sin estudiar y, fiel a sus principios, decidió crear una escuela, por allá en 1952. La miseria alrededor era tan grande, que ella no cobraría nada. Entonces Yolanda empezó a hablar con los vecinos, a plantear su idea. La señora Antonia, que tenía una casa grande, después de escuchar la idea, la apoyó y le prestó un espacio para que diera sus clases. Los muchachos también llevaban sus banquitos, algún cuaderno y un lápiz. Alfabetizó a cerca de 20 niños.
Esta nueva escuela duró hasta 1954, cuando la Seguridad Nacional la agarró presa.
Un día, cuando Yolanda regresaba del trabajo a casa, un amigo la encontró y le dijo:

           —¡No subas! La Seguridad Nacional está en tu casa. Los están buscando.

Ella decidió ir a alertar a su novio y se fue a la casa de él, en Coche, pero cuando llegó, la Seguridad Nacional ya estaba allí, la estaban esperando. Así que ese día la pusieron presa. Era marzo de 1954.
En los sótanos de la Seguridad Nacional, en El Paraíso, la sometieron a torturas espantosas. Apenas llegar, el propio Miguel Silvio Sanz, alias El Negro, para ese momento jefe de la Sección Político-Social de la Seguridad Nacional y el esbirro más cruel, famoso por la frase: «Preso no tiene sexo», le arrancó la ropa y así, casi desuda, le dio fuetazos por todo el cuerpo. La interrogaban y ella callaba. Entonces la pararon descalza sobre un rin, sí, de esos que usan los carros para sostener los cauchos. Allí estuvo una eternidad.  Le ordenaban que se subiera. Que se bajara. Sus pies sangraban. Pero Yolanda es de acero. Se prometió no derramar una lágrima frente a los esbirros.  Y así fue. Otra tortura cruel fue sentarla frente a un foco encendido día y noche. Otra eternidad durante la cual Yolanda no solo no podía dormir, sino que casi pierde la razón. Pero ella no era una soplona, así que nada de eso quebrantó su espíritu. Es que esa muchacha tenía convicciones fuertes, un espíritu muy rebelde y odiaba las injusticias.

Cuando los esbirros se dieron cuenta de que Yolanda no hablaría, la trasladaron a una cárcel. En el calabozo al que llegó había 13 reclusas. Una de ellas era María Isabel de Urbina, a quien todas llamaban «La Viuda» porque era la viuda de Rafael Simón Urbina, autor material del asesinato de Delgado Chalbaud. Esta mujer decía que era rehén personal de Pérez Jiménez por todo lo que ella sabía. De ese paso, Yolanda recuerda la solidaridad de sus compañeras. Todas presas de conciencia, como ella. La querían mucho porque era la más joven. Allí aprendió a tejer porque una de las presas sabía tejer y se empeñó en enseñar a las demás, y a Yolanda le gusta no solo enseñar sino aprender. Como no recibían visita de sus familiares, las presas se convirtieron en algo así como una familia. Hasta el sol de hoy recuerda a casi todas con mucho cariño y respeto, a algunas con mucha admiración.
Dos años estuvo Yolanda en la Cárcel Modelo, que quedaba en Propatria, Caracas, en la avenida El Cuartel. Se negó a firmar la caución que le permitiría salir en libertad condicional.  Tal vez por eso, la dictadura consideró que ella no podía seguir en el país y la expatrió. Hay que decir que hasta la fecha, Yolanda es la única mujer que ha sido desterrada de Venezuela por  causas políticas. ¡Tanto miedo infundía una muchacha de 20 años!
Llegó a México, la tierra de las pirámides del Sol y de la Luna,  y de Los Niños Héroes, en 1955. Se reencontró con su amado padre que hacía tiempo había sido exiliado.


    
En México, junto con los otros exiliados, continuó su trabajo político para derrocar la dictadura. Se formó como instructora de cultura física y como masajista y empezó a trabajar; como era una hermosa joven, tuvo una pequeña participación en la película “Mujeres encantadoras”, y trabajó en el programa “Cultura Física” del Canal 5.


  
En México, Yolanda se enamoró y se casó con otro desterrado político venezolano: Israel Lugo.  
           
Una vez derrocada la dictadura, regresaron al país y fundaron su familia. Entre persecuciones y necesidades porque, también en la democracia, ellos fueron perseguidos políticos. Sin embargo, el hogar de ellos, estuvieran donde estuvieran, era una biblioteca. Ambos eran lectores impenitentes. Cuando al fin pudieron tener una casa estable, esa biblioteca empezó a exhibir obras de arte. En las paredes de esa casa hay obras de Gabriel Bracho, Régulo Pérez y Mateo Manaure, entre otros. También había una vasija primorosa, hecha a mano por Ángela Zago, y cantidad de piezas firmadas por la amistad.
Tuvieron cuatro hijos que crecieron entre libros y arte. Yolanda mantenía vivo su deseo de ser maestra, en silencio, pero vivo.
Poco antes de que Israel cambiara de plano, le pidió a su esposa: “Yola, cuida a los muchachos.”
Así lo hizo. El amor fue su guía para sacarlos adelante.
Con los hijos adultos, profesionales todos, con cuatro nietos en el alma y los brazos, Yolanda por fin vio la posibilidad de hacer realidad su sueño.
Hizo una equivalencia y terminó la primaria. Se inscribió en bachillerato y estudiaba igual que una de sus nietas. Cuenta Doña Yola que lo más difícil del bachillerato fue estudiar inglés, pero pudo con eso y se graduó de bachiller al mismo tiempo que su nieta: en 2006.
Doña Yola empezó a estudiar para maestra en la universidad. Y en el año 2009, con 77 años de edad, la niña que jugaba con hojas de almendrón en una quebrada seca, se convirtió en Maestra.
Es que a una mujer que sabe que la edad está en la cédula, no en el alma, a una mujer que se templó a fuego lento en la vida, a una mujer decidida a cumplir un sueño, no la para nada ni nadie.
Hoy, a los 85 años, Yolanda Villaparedes, mi madre, con ese brillo en los ojos que solo pueden tener los niños felices; con la satisfacción íntima de haber logrado lo que se había propuesto, dice: «Yo quería ser maestra y soy licenciada en Educación».




Epílogo
Cuando esta historia fue premiada, en ocubre del 2018, tuve la inmensa alegría de que mi Doña Yola, la heroína, lo supiera y compartiera mi emoción y mi eterno agradecimiento a ella, a la mujer que me dio los regalos más importantes que se le pueden dar a un ser humano: la vida y la libertad. Tengo la íntima satisfacción de haberle agradecido ambos regalos, de reiterarle mi orgullo por su ejemplar vida y de haberle dicho cada uno de los últimos días que me acompañó lo mucho que la amaba. Mi Doña Yola partió a su estrella el cuatro de junio de 2019 y desde entonces desde ahí nos alumbra.