miércoles, 9 de junio de 2021

Dos años sin ti, mi Doña Yola

 

Alguna vez leí que el tiempo no existe, que es una invención de los humanos para orientarnos en esta experiencia que llamamos vida. Eso debe ser cierto.

El 4 de junio de hace dos años yo amanecí en casa de mi mamá porque ella estaba muy delicada de salud. Acababa de salir del hospital después de un infarto que nos mantuvo un mes en aquel lugar tan deprimente y yo le estaba brindando compañía y cuidados.

Aquel día fue raro aunque empezó como cualquier otro. Mi hermana y mi sobrina se fueron a trabajar y yo quedé a cargo. Mamá rechazó el desayuno, pero como yo insistí, aceptó un bocado. Después de eso no aceptó nada más. Yo me quise quedar sentada a su lado y ella me dejó hacer. Pero algo me impelió a salir. No puedo explicar qué, pero salí de la habitación. Eso siguió pasando. Yo entraba, la miraba y ella seguía acostada, tranquila, en silencio. Yo le preguntaba cualquier cosa y ella contestaba monosílabos o nada. Yo estaba serena, nada me inquietaba. Me mantuve afuera. De pronto sentí la necesidad de escribirle a tres de mis primos más cercanos que viven fuera de Venezuela y les conté que mi mamá se estaba apagando como una velita.

Como a las dos de la tarde, mamá me llamó solo para preguntarme: “¿Y será que estas mujeres no van a venir hoy?” De inmediato llamé a mi hermana y ella a mi sobrina. Ambas regresaron al término de la distancia.

Todo siguió igual, mamá en silencio y nosotras entrábamos y salíamos sin poder quedarnos. Algo nos lo impedía.

Como a las cinco, mi hermana le dijo a mi sobrina: “Llama a Naty.” Ni ella sabía muy bien porqué lo pidió; nadie preguntó.

Estábamos funcionando como en automático sin saber porqué y sobre todo para qué. Mi otra hermana llegó sobre las seis de la tarde.

Más o menos a esa hora en mi cabeza sonó: “Llama al servicio de emergencia para que certifiquen el deceso.” Lejos de asustarme o preocuparme, llamé. Mi mamá seguía con vida, pero yo llamé a emergencias y dije que mi mamá estaba muy débil.

Sobre las siete de la noche llegó la ambulancia y yo bajé a buscar a la doctora y al joven paramédico. Me alegró que la doctora comentara que cuando ella escuchó el nombre de la paciente, se ofreció a atenderla “porque esa señora es una abuelita muy especial, nos trató con mucho cariño cuando vinimos a verla hace unos días.”

Subimos a la casa. La doctora y el joven paramédico entraron directamente a la habitación de mami y comenzaron a examinarla. La doctora constató que estaba muy deshidratada. Le pidió al joven que le colocara una vía para suministrarle suero. Él buscaba en qué vena podía insertar la aguja. En ninguna. Con espanto le dijo a la doctora que no fluía la sangre, pero seguía intentando. La doctora estaba muda y nosotras también. De pronto mamá le dijo al muchacho: “Mijo, déjame tranquila. Yo me estoy muriendo.” Él quería salvarla. No quería rendirse. La doctora le indicó que la dejara tranquila, pero él seguía allí, hablándole suave, queriendo ayudarla. De pronto, mami simplemente volteó el rostro y se fue.

El paramédico se impresionó mucho, era la primera vez que un paciente fallecía en sus brazos. La doctora examinó a mami y constató que había fallecido. El muchacho salió de la habitación aturdido. Informó lo que acababa de ocurrir. La única que no estaba en la habitación cuando mami falleció, era yo. Entré. La vi. Era como si estuviera durmiendo. Le besé la frente y le agradecí por haberme dado la vida, por haberme regalado la libertad, por haberme acompañado durante tanto tiempo y le pedí que volara alto.

Mi hermana menor y mi sobrina se acostaron con ella en un abrazo eterno, como habían vivido las tres. Se quedaron así un rato…

Hoy hacen dos años de aquel día raro, lleno –ahora lo sé- de tanta amorosa asistencia de nuestros ancestros y nuestros ángeles, lleno de mucha Luz.

Dos años… Yo no sé si hace mucho tiempo o si hace poco tiempo. No sé cómo se mide lo que se siente.

Lo más duro es el día después. Lo más difícil es aprender a hablar en pasado del amor. Para mí todavía es difícil. Sigo diciendo: “como dice mi mamá.” Lo que más duele es pensar: “Se lo voy a consultar a mi mamá.” O “Cuando mi mamá sepa esto se va a alegrar un montón.” Y en ese momento, justo en ese momento, te acuerdas que no puedes porque ella ya no está. También duele darme cuenta de que son las tres de la tarde y no tengo a quien llamar, porque a la única persona a quien yo llamaba a esa hora era a mi mamá.  Y nos reíamos porque ella decía que cuando sonaba el teléfono a esa hora primero pensaba que era “el equivocado de las tres” y así empecé yo misma a anunciarme. Ya no más.

No creo que la muerte se supere. Tal vez uno encuentra una manera de seguir viviendo, de seguir pa’lante con alegría, con muchas ganas de seguir construyendo la mejor versión de nosotros mismos. Seguir pa’lante honrando la vida de ese ser que seguimos amando, así, en presente porque el amor se queda.

Nosotras ya hemos aprendido a reírnos de “las cosas de mi mamá”, hemos aprendido a preguntarnos: “¿Tú te imaginas lo que diría Doña Yola en este caso?” Y normalmente soltamos la carcajada en un gesto de absoluta complicidad.

Sé que venimos en manada a vivir una experiencia humana, por tanto, sé que regresamos al Padre para encontrarnos de nuevo y quizás regresaremos nuevamente a este planeta todos juntos. Quizá…

Ahora sé que mami está bien, que está como me contó mi amado Tío Nel en un sueño: “Estoy bien, pero lejos, muy lejos.” Eso es y no es verdad porque quienes se nos adelantaron, como dicen los mexicanos, siguen con nosotros en nuestros corazones, en los recuerdos, en la nostalgia, en lo que nos enseñaron, en los sueños compartidos y en los logros que nos inspiraron.

 

lunes, 31 de mayo de 2021

Vamos a echar gasolina

 3:27 am. hay que despertar. Hoy toca echar gasolina. Debemos salir antes de las cuatro para hacer la cola. 

Me levanto y aseo rápido. Mi esposo prepara sandwiches y jugo de naranja. Vamos a una excursión que no sabemos a que hora termina. Preparo café. Lleno dos tazas y un termo. También lleno un termo con agua fría. Hoy toca echar gasolina.

Desde hace tiempo, ya no sé si muchísimo o mucho, echar gasolina al carro es un viacrusis que solo comprendemos quienes lo padecemos. Dicen en Colombia sobre el carnaval de Barranquilla que "quien lo vive es quien lo goza". Algo así es echar gasolina en Venezuela.

Salimos de casa a las 3:50 am. Está oscuro, muy oscuro. La autopista no tiene iluminación. Mi esposo maneja "de oido". Conoce de memoria cada curva, cada bache. Esquiva intuitivamente los obstáculos. Vemos una larga cola de vehículos que esperan cargar gasolina en una bomba sin saber si hoy surtirán esa estación de servicio. Nosotros vamos a una que queda un poco más lejos, pero siempre recibe gasolina. Llegamos a nuestro destino. Nos toca detener el carro a unos dos kilómetros de la entrada de la estación de servicio. No puedo calcular cuántos carros hay por delante. Mi esposo lanza una hipótesis: "200 y seguramente pasaron la noche aquí en la autopista porque esta bomba trabaja hasta las seis de la tarde." Puede ser.

Decidimos dormir un rato. No dormimos. Estamos a la  intemperie. Hablamos poco. ¿De qué se puede hablar? La bomba empieza a despachar a las 6:30 am.

5: 28 am. Empiezan a cambiar los colores del cielo. De negro pasa a azul oscuro con vetas grises. Aparecen los morados y lilas y poquito a poco van dando paso a los naranjas.



6:15 am. Veo cómo el sol se va abriendo paso entre las nubes. 



Me dedico a escuchar a las aves que empiezan a cantar. Los veo saltar de rama en rama en este majestuoso árbol.



¿Para que ocuparme de la cola que no se mueve? ¿Para que pensar en lo obvio? Decidimos tomar café y comer un sandwich. Son las 6:23 am.

Ya van a abrir. Tenemos dos horas y media esperando. La cola empieza despertar del letargo y vemos que los carros que están alláaaaa adelante empiezan a moverse. Mi esposo enciende el carro y espera poder moverse. Nos movemos unos 100 metros. Encendemos la radio. La volvemos a apagar porque no hay nada grato que escuchar. Conversamos mientras tomamos jugo de naranja. Pasan vendedores ambulantes ofreciendo café e infusiones de toronjil, manzanilla y malojillo. 

Nos movemos con lentitud. Trato de concentrarme en las montañas, en las nubes, en las flores silvestres del borde del camino. Estoy cansada de estar sentada. No quiero pensar. Opto por no gastar la batería del celular, pero voy enviando fotos. Quiero hacer la cronología de este trance.

Para poder comprar gasolina subsidiada hay que estar inscrito en el sistema Patria. A través de ese portal controlan cuánto puede comprar cada quien. La compra se puede hacer cada cinco días y solo hasta por 120 litros mensuales. Es decir, unos 20 litros semanales. Es muy poco lo que se puede circular con esa cantidad. Nos vemos obligados a usar el carro solo de vez en cuando. Quienes vivimos en ciudades dormitorios la pasamos realmente mal porque también el transporte público está sujeto a si hay o no gasolina o gasoil. Los viajes interurbanos a veces están prohibidos. Una semana sí y una semana no hay lo que aquí se llama "cuarentena radical" lo que se traduce en la imposibilidad de ir a otra ciudad. Se necesita un salvoconducto además de gasolina.

9:43 am. Hemos avanzado unos 400 metros. El sol ya nos agobia. 

10:15 am. Ya divisamos a lo lejos la entrada de la estación de servicio. Ya no sé cómo sentarme. No hay mucho más que ver. Tampoco mucho más que escuchar en la radio.

11:00 am. 7 horas en cola. Estamos más cerca de la entrada. La cola dejó de moverse. Mi esposo camina hasta la entrada y pregunta qué pasa. No hay respuesta, pero puede ver que hay una cola que ingresa por otro lado y está moviéndose. Son los ungidos.

Como la gente empieza a preguntar, permiten que entren algunos carros. Nosotros quedamos a siete de entrar.

11: 15 am. Logramos entrar. Nos recibe este bucare encendido:


Me hechizan sus colores contrastantes y por un momento dejo de estar en esa cola que ya parece eterna.

Estamos en el umbral de la estación de servicio. Para entrar realmente falta. Hay como ocho carros por delante.

No se mueve la cola. Mi esposo se baja nuevamente a ver que pasa. No hay sistema. 

11:27 am. Entramos oficialmente.


Ya se divisan los surtidores, pero delante de nuestro carro hay un cono naranja. No podemos avanzar. Falta mucho todavía. Creo que llenan los tanques con gotero.

11:40. Finalmente llegamos al surtidor. Estamos a tres carros para equipar. 

11:58 am. Ya han pasado ocho horas y es justo en ese momento en que puedo pasar a registrarme en el sistema, a comprar los 25 litros de gasolina y finalmente a las 12 y algo empieza a entrar gasolina al tanque de mi carro.

Ocho horas. Un día completo de trabajo. Un drama. Un desespero que pretende convertirse en normal. Un abuso que hay quien lo ve como algo correcto y necesario para la distribución equilibrada de combustible.

¡Quien lo vive es quien lo goza!