Alguna vez leí que el tiempo no existe, que es una invención de los humanos para orientarnos en esta experiencia que llamamos vida. Eso debe ser cierto.
El 4 de junio de hace dos años yo amanecí en casa de mi mamá porque
ella estaba muy delicada de salud. Acababa de salir del hospital después de un
infarto que nos mantuvo un mes en aquel lugar tan deprimente y yo le estaba
brindando compañía y cuidados.
Aquel día fue raro aunque empezó como cualquier otro. Mi hermana y mi sobrina se fueron a trabajar y yo quedé a
cargo. Mamá rechazó el desayuno, pero como yo insistí, aceptó un bocado.
Después de eso no aceptó nada más. Yo me quise quedar sentada a su lado y ella
me dejó hacer. Pero algo me impelió a salir. No puedo explicar qué, pero salí
de la habitación. Eso siguió pasando. Yo entraba, la miraba y ella seguía
acostada, tranquila, en silencio. Yo le preguntaba cualquier cosa y ella contestaba
monosílabos o nada. Yo estaba serena, nada me inquietaba. Me mantuve afuera. De
pronto sentí la necesidad de escribirle a tres de mis primos más cercanos que
viven fuera de Venezuela y les conté que mi mamá se estaba apagando como una
velita.
Como a las dos de la tarde, mamá me llamó solo para
preguntarme: “¿Y será que estas mujeres no van a venir hoy?” De inmediato llamé
a mi hermana y ella a mi sobrina. Ambas regresaron al término de la distancia.
Todo siguió igual, mamá en silencio y nosotras
entrábamos y salíamos sin poder quedarnos. Algo nos lo impedía.
Como a las cinco, mi hermana le dijo a mi sobrina:
“Llama a Naty.” Ni ella sabía muy bien porqué lo pidió; nadie preguntó.
Estábamos funcionando como en automático sin saber
porqué y sobre todo para qué. Mi otra hermana llegó sobre las seis de la tarde.
Más o menos a esa hora en mi cabeza sonó: “Llama al
servicio de emergencia para que certifiquen el deceso.” Lejos de asustarme o
preocuparme, llamé. Mi mamá seguía con vida, pero yo llamé a emergencias y dije
que mi mamá estaba muy débil.
Sobre las siete de la noche llegó la ambulancia y yo
bajé a buscar a la doctora y al joven paramédico. Me alegró que la doctora
comentara que cuando ella escuchó el nombre de la paciente, se ofreció a
atenderla “porque esa señora es una abuelita muy especial, nos trató con mucho
cariño cuando vinimos a verla hace unos días.”
Subimos a la casa. La doctora y el joven paramédico
entraron directamente a la habitación de mami y comenzaron a examinarla. La
doctora constató que estaba muy deshidratada. Le pidió al joven que le colocara
una vía para suministrarle suero. Él buscaba en qué vena podía insertar la
aguja. En ninguna. Con espanto le dijo a la doctora que no fluía la sangre,
pero seguía intentando. La doctora estaba muda y nosotras también. De pronto
mamá le dijo al muchacho: “Mijo, déjame tranquila. Yo me estoy muriendo.” Él
quería salvarla. No quería rendirse. La doctora le indicó que la dejara
tranquila, pero él seguía allí, hablándole suave, queriendo ayudarla. De
pronto, mami simplemente volteó el rostro y se fue.
El paramédico se impresionó mucho, era la primera vez
que un paciente fallecía en sus brazos. La doctora examinó a mami y constató
que había fallecido. El muchacho salió de la habitación aturdido. Informó lo
que acababa de ocurrir. La única que no estaba en la habitación cuando mami
falleció, era yo. Entré. La vi. Era como si estuviera durmiendo. Le besé la
frente y le agradecí por haberme dado la vida, por haberme regalado la libertad,
por haberme acompañado durante tanto tiempo y le pedí que volara alto.
Mi hermana menor y mi sobrina se acostaron con ella en
un abrazo eterno, como habían vivido las tres. Se quedaron así un rato…
Hoy hacen dos años de aquel día raro, lleno –ahora lo
sé- de tanta amorosa asistencia de nuestros ancestros y nuestros ángeles, lleno
de mucha Luz.
Dos años… Yo no sé si hace mucho tiempo o si hace poco
tiempo. No sé cómo se mide lo que se siente.
Lo más duro es el día después. Lo más difícil es
aprender a hablar en pasado del amor. Para mí todavía es difícil. Sigo
diciendo: “como dice mi mamá.” Lo que más duele es pensar: “Se lo voy a
consultar a mi mamá.” O “Cuando mi mamá sepa esto se va a alegrar un montón.” Y
en ese momento, justo en ese momento, te acuerdas que no puedes porque ella ya
no está. También duele darme cuenta de que son las tres de la tarde y no tengo
a quien llamar, porque a la única persona a quien yo llamaba a esa hora era a
mi mamá. Y nos reíamos porque ella decía
que cuando sonaba el teléfono a esa hora primero pensaba que era “el equivocado
de las tres” y así empecé yo misma a anunciarme. Ya no más.
No creo que la muerte se supere. Tal vez uno encuentra
una manera de seguir viviendo, de seguir pa’lante con alegría, con muchas ganas
de seguir construyendo la mejor versión de nosotros mismos. Seguir pa’lante honrando la vida
de ese ser que seguimos amando, así, en presente porque el amor se queda.
Nosotras ya hemos aprendido a reírnos de “las cosas de
mi mamá”, hemos aprendido a preguntarnos: “¿Tú te imaginas lo que diría Doña
Yola en este caso?” Y normalmente soltamos la carcajada en un gesto de absoluta
complicidad.
Sé que venimos en manada a vivir una experiencia
humana, por tanto, sé que regresamos al Padre para encontrarnos de nuevo y
quizás regresaremos nuevamente a este planeta todos juntos. Quizá…
Ahora sé que mami está bien, que está como me contó mi
amado Tío Nel en un sueño: “Estoy bien, pero lejos, muy lejos.” Eso es y no es
verdad porque quienes se nos adelantaron, como dicen los mexicanos, siguen con
nosotros en nuestros corazones, en los recuerdos, en la nostalgia, en lo que
nos enseñaron, en los sueños compartidos y en los logros que nos inspiraron.