jueves, 9 de enero de 2020

El sueño de la niña Yolanda

     La historia que leerán a continuación se convirtió en Primera finalista de la primera edición del Premio lo Mejor de Nos, organizado por la talentosa gente de @lavidadenos que lideran Albor Rodríguez y Hector Torres. Eso fue en 2018. Aquí va.


“Cuando uno nace pobre,
estudiar es el mayor acto de rebeldía
contra el sistema.
El saber rompe las cadenas
 de la esclavitud.”
Tomás Bulat


El sueño de la niña Yolanda

A Yolanda, cuando tenía seis años, le gustaba jugar con Carmen Alicia en la quebrada seca que quedaba cerca de su casa. Cargaba con su hermanito menor. Él era un bebé gordo, comelón, y Yolanda era una niña flaquita, pero fuerte, sobre todo tenía los brazos fuertes porque desde los cuatro años ya era dueña de una mano de pilón que le había hecho su papá para que ayudara a pilar el maíz en la mañanita.
Así que, al terminar de ayudar en los quehaceres de la casa, se iba a jugar con su prima. Así lo cuenta ella:
«Agarrábamos unas hojas de almendrón, que eran unas hojotas grandotas, con sus venitas, y un palito. Sentábamos a los niños en la arena finita, debajo del almendrón, desnuditos, porque entonces no había pañales, y nos íbamos a jugar. Bueno, agarrábamos nuestras hojotas ¡y nos poníamos a escribir! Nos tratábamos de “maestras” aunque yo no sé cómo les decíamos a las maestras de verdad; nadie nos dijo que se les decía “señorita” o “miss”.
»Supongo que para ese entonces yo debía haber aprobado mi primer grado, allá, en El Paují. De primero pasé para segundo en la escuela de Modesta Hernández; por eso yo sabía que se agarraba un lápiz y se escribía en la rayita.
»Ese era el juego de nosotras... Sería yo quien lo inventó porque a los siete años ya yo había salido de la escuelita, pero ninguna de ellas, pobrecitas, fue a la escuela.»
Como el papá de Yolanda era un señor que tenía ideas muy avanzadas para el momento y el lugar que le tocó vivir, y como él estaba decidido a cambiar el mundo, se empeñó en crear una escuela para que todos los niños pudieran aprender a leer y a escribir. Entonces fue muchas veces a la capital del estado, Los Teques, a plantear su idea, pero el proceso era lento; así que Gustavo, que así se llamaba el papá de Yolanda, habló con otros vecinos y les propuso que su hija Yolanda y tres muchachas más del pueblo: Benicia, Delgadina y Presentación, dieran las clases. A todos les pareció una muy buena idea y crearon la escuela. El horario sería todo el día y cada muchacha trabajaría una semana, se rotarían. Fue así como Yolanda tuvo la primera oportunidad de enseñar a leer y a escribir a los otros niños del pueblo. Les enseñaron a cantar el Himno Nacional, el Himno al Árbol y algunas otras canciones. Los 29 niños, con edades entre 7 y 12 años, aprendieron, además, algunos conocimientos de Geografía y de Historia, y un poquito de Matemática. Era 1946 y Yolanda, que cumplía 14 años el último mes de ese año, descubrió que quería ser maestra.
Por fin el Ministerio de Educación decretó la escuela para El Paují, en los Valles del Tuy del estado Miranda. Era la Escuela Nº 171.
Mandaron una maestra que llegó al pueblo montada en un caballo. Se llamaba Betina Machado C. Cuando ella preguntó por la escuela y le respondieron: «Ahí está el salón», por poco se desmaya. No era para menos. El salón eran cuatro paredes de bahareque con techo de zinc y piso de tierra. Ni una silla. Nada más. Y ella tan bonita. En ese momento la señorita Betina Machado C. tomó una decisión y, dirigiéndose al papá de Yolanda, dijo: «Señor Gustavo, yo aquí no trabajo. Aquí no se puede trabajar». Dio media vuelta, se montó en su caballo y ¡patitas para que las tengo!
En 1947, la familia de Yolanda se mudó a Pitahaya, un pueblo cercano. Hoy en día, ella supone que se mudaron por razones políticas, porque su papá no les explicó, al menos a los hijos, porqué se mudaban. Allá vivían alquilados. Nuestra adolescente era la mayor de siete hermanos y estaba acostumbrada a ayudar en la casa; por eso decidió trabajar para ayudar con los gastos. Conversando con la gente cercana supo que en Cantarrana, un pueblo que quedaba como a dos kilómetros de donde ella vivía, tal vez podía crear una escuela. Entonces Yolanda se fue para allá y habló con los vecinos. Les propuso que ella podía enseñar a leer y escribir a los niños. Crear una escuelita, pues. La gente lo recibió como algo muy bueno, tanto que uno de los vecinos ofreció un salón de su casa para que la escuela funcionara, con la única condición de que los muchachos llevaran dónde sentarse. Ella cobraría un bolívar semanal por niño. Se inscribieron casi 30 muchachitos con edades entre 8 y 12 años. La escuela empezó a funcionar. Yolanda caminaba dos kilómetros en la mañanita para llegar a la escuela y dos kilómetros por la tarde para regresar a su casa. Como las clases duraban todo el día, las madres de los niños le mandaban comida y dulces caseros a la maestra, porque ella no podía ir a almorzar a su casa, no le daba tiempo de ir y regresar. Yolanda recuerda puro cariño de esa época. Hasta una de las madres la escogió como madrina para su hijita más pequeña.
Esa hermosa experiencia duró hasta agosto de 1951, cuando la dictadura de Pérez Jiménez encarceló en Caracas al padre de Yolanda. Ella amaba profundamente a su papá y por eso decidió irse a la capital para buscarlo y ayudarlo. En Caracas vivía su hermano Nel, que era dos años menor que ella, pero había migrado para trabajar y ayudar a levantar a la familia. Él vivía en un cuarto alquilado en casa de un tío y, como trabajaba desde la madrugada vendiendo café, no le daba tiempo de ocuparse del padre. Yolanda llegó entonces a la capital. Durante un tiempo compartió la habitación con su hermano hasta que éste consiguió un rancho a medio construir, lo terminó de levantar y se trajo al resto de la familia.
Hacía mucho tiempo que Yolanda había abrazado la causa política de su padre y por ello, en Caracas, tenía una actividad febril. También trabajaba en fábricas de costura para sostenerse. Con otros camaradas, fundó un centro juvenil en el que se ofrecían actividades culturales y deportivas; militaba, por supuesto, en la Juventud Comunista de Venezuela, que estaba proscrita, por lo que Yolanda tenía una doble vida. En su vida política empezó a llamarse Lucy Campos. Corría de un lado a otro, cantando; hubo quien la llamaba Campanita.
Como ellos vivían en lo último de aquel cerro de El Valle, allá donde se pueden tocar las nubes sin mucho esfuerzo, Yolanda se dio cuenta de que había «mucho muchacho» sin estudiar y, fiel a sus principios, decidió crear una escuela, por allá en 1952. La miseria alrededor era tan grande, que ella no cobraría nada. Entonces Yolanda empezó a hablar con los vecinos, a plantear su idea. La señora Antonia, que tenía una casa grande, después de escuchar la idea, la apoyó y le prestó un espacio para que diera sus clases. Los muchachos también llevaban sus banquitos, algún cuaderno y un lápiz. Alfabetizó a cerca de 20 niños.
Esta nueva escuela duró hasta 1954, cuando la Seguridad Nacional la agarró presa.
Un día, cuando Yolanda regresaba del trabajo a casa, un amigo la encontró y le dijo:

           —¡No subas! La Seguridad Nacional está en tu casa. Los están buscando.

Ella decidió ir a alertar a su novio y se fue a la casa de él, en Coche, pero cuando llegó, la Seguridad Nacional ya estaba allí, la estaban esperando. Así que ese día la pusieron presa. Era marzo de 1954.
En los sótanos de la Seguridad Nacional, en El Paraíso, la sometieron a torturas espantosas. Apenas llegar, el propio Miguel Silvio Sanz, alias El Negro, para ese momento jefe de la Sección Político-Social de la Seguridad Nacional y el esbirro más cruel, famoso por la frase: «Preso no tiene sexo», le arrancó la ropa y así, casi desuda, le dio fuetazos por todo el cuerpo. La interrogaban y ella callaba. Entonces la pararon descalza sobre un rin, sí, de esos que usan los carros para sostener los cauchos. Allí estuvo una eternidad.  Le ordenaban que se subiera. Que se bajara. Sus pies sangraban. Pero Yolanda es de acero. Se prometió no derramar una lágrima frente a los esbirros.  Y así fue. Otra tortura cruel fue sentarla frente a un foco encendido día y noche. Otra eternidad durante la cual Yolanda no solo no podía dormir, sino que casi pierde la razón. Pero ella no era una soplona, así que nada de eso quebrantó su espíritu. Es que esa muchacha tenía convicciones fuertes, un espíritu muy rebelde y odiaba las injusticias.

Cuando los esbirros se dieron cuenta de que Yolanda no hablaría, la trasladaron a una cárcel. En el calabozo al que llegó había 13 reclusas. Una de ellas era María Isabel de Urbina, a quien todas llamaban «La Viuda» porque era la viuda de Rafael Simón Urbina, autor material del asesinato de Delgado Chalbaud. Esta mujer decía que era rehén personal de Pérez Jiménez por todo lo que ella sabía. De ese paso, Yolanda recuerda la solidaridad de sus compañeras. Todas presas de conciencia, como ella. La querían mucho porque era la más joven. Allí aprendió a tejer porque una de las presas sabía tejer y se empeñó en enseñar a las demás, y a Yolanda le gusta no solo enseñar sino aprender. Como no recibían visita de sus familiares, las presas se convirtieron en algo así como una familia. Hasta el sol de hoy recuerda a casi todas con mucho cariño y respeto, a algunas con mucha admiración.
Dos años estuvo Yolanda en la Cárcel Modelo, que quedaba en Propatria, Caracas, en la avenida El Cuartel. Se negó a firmar la caución que le permitiría salir en libertad condicional.  Tal vez por eso, la dictadura consideró que ella no podía seguir en el país y la expatrió. Hay que decir que hasta la fecha, Yolanda es la única mujer que ha sido desterrada de Venezuela por  causas políticas. ¡Tanto miedo infundía una muchacha de 20 años!
Llegó a México, la tierra de las pirámides del Sol y de la Luna,  y de Los Niños Héroes, en 1955. Se reencontró con su amado padre que hacía tiempo había sido exiliado.


    
En México, junto con los otros exiliados, continuó su trabajo político para derrocar la dictadura. Se formó como instructora de cultura física y como masajista y empezó a trabajar; como era una hermosa joven, tuvo una pequeña participación en la película “Mujeres encantadoras”, y trabajó en el programa “Cultura Física” del Canal 5.


  
En México, Yolanda se enamoró y se casó con otro desterrado político venezolano: Israel Lugo.  
           
Una vez derrocada la dictadura, regresaron al país y fundaron su familia. Entre persecuciones y necesidades porque, también en la democracia, ellos fueron perseguidos políticos. Sin embargo, el hogar de ellos, estuvieran donde estuvieran, era una biblioteca. Ambos eran lectores impenitentes. Cuando al fin pudieron tener una casa estable, esa biblioteca empezó a exhibir obras de arte. En las paredes de esa casa hay obras de Gabriel Bracho, Régulo Pérez y Mateo Manaure, entre otros. También había una vasija primorosa, hecha a mano por Ángela Zago, y cantidad de piezas firmadas por la amistad.
Tuvieron cuatro hijos que crecieron entre libros y arte. Yolanda mantenía vivo su deseo de ser maestra, en silencio, pero vivo.
Poco antes de que Israel cambiara de plano, le pidió a su esposa: “Yola, cuida a los muchachos.”
Así lo hizo. El amor fue su guía para sacarlos adelante.
Con los hijos adultos, profesionales todos, con cuatro nietos en el alma y los brazos, Yolanda por fin vio la posibilidad de hacer realidad su sueño.
Hizo una equivalencia y terminó la primaria. Se inscribió en bachillerato y estudiaba igual que una de sus nietas. Cuenta Doña Yola que lo más difícil del bachillerato fue estudiar inglés, pero pudo con eso y se graduó de bachiller al mismo tiempo que su nieta: en 2006.
Doña Yola empezó a estudiar para maestra en la universidad. Y en el año 2009, con 77 años de edad, la niña que jugaba con hojas de almendrón en una quebrada seca, se convirtió en Maestra.
Es que a una mujer que sabe que la edad está en la cédula, no en el alma, a una mujer que se templó a fuego lento en la vida, a una mujer decidida a cumplir un sueño, no la para nada ni nadie.
Hoy, a los 85 años, Yolanda Villaparedes, mi madre, con ese brillo en los ojos que solo pueden tener los niños felices; con la satisfacción íntima de haber logrado lo que se había propuesto, dice: «Yo quería ser maestra y soy licenciada en Educación».




Epílogo
Cuando esta historia fue premiada, en ocubre del 2018, tuve la inmensa alegría de que mi Doña Yola, la heroína, lo supiera y compartiera mi emoción y mi eterno agradecimiento a ella, a la mujer que me dio los regalos más importantes que se le pueden dar a un ser humano: la vida y la libertad. Tengo la íntima satisfacción de haberle agradecido ambos regalos, de reiterarle mi orgullo por su ejemplar vida y de haberle dicho cada uno de los últimos días que me acompañó lo mucho que la amaba. Mi Doña Yola partió a su estrella el cuatro de junio de 2019 y desde entonces desde ahí nos alumbra.







sábado, 4 de enero de 2020

Mayeja



Mi abuela era pelirroja, de ojos claros, verdes tal vez; me la imagino pecosa en la infancia. Ella contaba que, cuando era joven, usaba trenza larga. Bonita su trenza. Gruesa, rojita.

Nació en octubre de 1914. En este octubre hubiera cumplido 104 años… Pero se nos fue también en octubre. Poco antes de partir le dijo a mi tía Lida: “Yo tenía nueve cartuchos… Ya los gasté.”

No hay un día en que no la recuerde. Con alegría y orgullo. A veces, cuando cruzo las piernas y aliso el hilván del vestido, sonrío y pienso: “Mayeja, estás aquí.”

No tengo claro cuál era el nombre de pila de Mayeja. Ella decía que Graciela. También decía que Dora, aunque Dora no le gustaba porque se parecía a lavadora, licuadora, peinadora… En la cédula dice Graciela Rosa. Algunas veces oí que alguien la llamaba Dora Graciela. No sé y poco importa. Cuentan que cuando nací, ella decidió que ningún nieto le iba a decir "abuela" porque siempre terminaban diciendo “agüela” y eso sonaba horrible, así que a mi me enseñaron a llamarla como ella quería ser llamada: Mamá Vieja. Pero, cuando empecé a hablar, deformé esa metáfora y la convertí en Mayeja, así que Graciela, Dora, Graciela Rosa, o Dora Graciela pasó a ser Mayeja para todos los nietos, bisnietos y hasta para los vecinos y amigos.

Mayeja era hija de una muchacha española que servía en la casa de un terrateniente en los Valles del Tuy, y de ese terrateniente. La crió su abuela, a quien ella llamaba Mamaíta. De su niñez recordaba que una vez alguien le regaló una muñeca linda, con la carita de porcelana. La habían comprado en Caracas. Ella estaba feliz con su muñeca y quería jugar, pero Mamaíta le dijo que no porque la iba a echar a perder. Entonces la viejita agarró la muñeca y la montó sobre su escaparate para protegerla. La niña miraba el escaparate y quería volar hasta el techo y agarrar su muñeca, pero no sabía volar. El juguete se quedó solo allá arriba y la niña triste aquí abajo.

A ella no le gustaba el cuarto de su abuela porque era oscuro y tenía unos muñecos de yeso grandes que eran los santos. Ante ellos debía hincarse a orar con Mamaíta. Entonces se arrodillaba y guardaba silencio. De esa manera empezó su relación con Dios. Asustada y a oscuras.

Vivía en una casa grande, muy grande. Sus abuelos tenían ganado y peones. La niña pelirroja tomaba leche tibia, recién ordeñada, sabrosa, llena de espumita; también comía carne casi a diario. Siempre le gustó comer carne.

Pero ella no era feliz en esa casa grandota tal vez porque no había otros niños, tal vez porque Mamaíta era muy severa.

Mayeja nunca hablaba de su mamá, como no fuera para llenarla de improperios. Tampoco decía mucho de su papá más allá de que era fiestero. Por eso de mis bisabuelos solo sé que ella se llamaba Rosalía, él Azarías y que por no sé cuáles razones, no se ocuparon de su hija.

Graciela tenía familia en Caracas, para ser más exactos, en el centro de Caracas, en la esquina de Curamichate. La casa quedaba al lado de la casa del doctor Rocha, a una cuadra de la Botica de Veláquez. Esa casa también era inmensa. Mayeja contaba que tenía ventanales grandes que daban a la calle, hoy avenida Lecuna. Que uno entraba por el zaguán y a mano derecha quedaba un cuarto que se llamaba “paraqué” (nunca supo explicarme para qué servía el “paraqué”), había otra estancia a la izquierda, después estaba el patio interior flanqueado por otras habitaciones, al fondo quedaba la cocina que servía también de comedor y después otro patio y el baño. En esa casa vivían tías viejas, una de las cuales se llamaba Rosa y para la niña era medio loca porque salía todas las mañanas a botar los orinales a la calle. Mayeja se preguntaba siempre qué habría sido de la casa de Curamichate. De niña ella visitaba esa casa. El viaje lo hacía sobre el lomo de un burro durante horas. Venía con un peón que traía el arreo de burros cargados, ve tú a saber con qué. El hombre  caminaba conduciendo a los burritos algo así como una eternidad y ella sentada de lado, adolorida, cansada, sobre el burro sin poder decir ni pío y aguantando, o descargando, los apremios de su cuerpo en silencio hasta que llegaban. Graciela también se aburría en esa casa.
Cuando tenía 11 años, Graciela y una prima iban en burro para algún lugar. Las niñas estaban sentadas “una con las piernas para un lado y la otra con las piernas para el otro” porque en esa época no se estilaba que las mujeres montaran a horcajadas, como los hombres. Las muchachitas habían entrelazado sus brazos para sostenerse y mantener el equilibrio. Cuando llegaron, la prima saltó primero y a Graciela no le dio tiempo de zafarse por lo que cayó y fue tan fuerte la caída que se fracturó el codo izquierdo. No hubo ungüento que no le untaran, plegarias que no elevaran, “sobadas” que no le dieran, promesas que no se hicieran a cuánto santo había… Nada le hizo recuperar la movilidad de su brazo. Quedó con el brazo inmóvil, flexionado, para siempre. Fue entonces cuando Graciela, unilateralmente, rompió palitos con Dios.

Andando el tiempo, nuestra adolescente se enamoró de Gustavo, su primo hermano. Él también se enamoró de ella. Gustavo construyó un rancho y se casaron. Ellos se amaron cada día de la vida, a pesar de los tantísimos pesares que la vida les tenía reservados. Mayeja amó a su Viejo, como ella le decía, siempre, hasta el último aliento.

Empezaron su vida como cualquier pareja de campesinos sin fortuna: ella en la casa, él en las faenas de siembra de conuco. Pero Gustavo era un hombre que tenía inquietudes que lo llevaron a estudiar, de manera autodidacta, después de casado. Eso lo sabemos porque, cuando se casaron, el firmó el acta de matrimonio con su huella dactilar. De modo pues que debió empezar por  aprender a leer y escribir porque Gustavo quería cambiar el mundo y empezó cambiándose a sí mismo. Creciendo. Más tarde se hizo militante fundador del Partido Comunista de Venezuela con la idea de cumplir su sueño. Pero eso fue un poquito después.

Como cualquier pareja de campesinos pobres de principios del siglo XX, tenían muchos problemas económicos, pero ellos se amaban y eso era suficiente para sortearlos. Mayeja contaba que, como ella no podía peinarse porque su brazo izquierdo no se movía mucho, Gustavo la peinaba y le tejía la trenza que antes tejía Mamaíta.

Esta joven pareja era tan unida y se querían tanto, que Gustavo atendió el parto de su primera hija: Yolanda.

Cuando mi abuelo comenzó a dividir su vida entre las faenas del campo y la actividad política, no solo en el caserío donde vivían, sino ya en todo el estado Miranda y se mantenía alejado de casa por bastante tiempo, Graciela tomó una determinación: cortarse la trenza. Claro, ya no tenía quien la peinara cada día, ya había dado a luz a dos o tres de sus hijos y Mayeja fue una mujer de decisiones, pragmática. Cortarse la trenza fue una decisión dolorosa para ambos, tanto así, que ubicaron un espacio en el patio del rancho y la enterraron. A veces cierro los ojos y veo a Mayeja como Rapunzel, pero fuera de la torre…

Más o menos por esa época la vida empezó a ponerse durísima. Payejo (cuando ella se convirtió en Mayeja, él se convirtió en Payejo), casi no estaba en la casa, por lo tanto, Graciela tenía que sembrar, cosechar, buscar agua en el aljibe que quedaba lejísimo y atender la casa, los muchachos. Yolanda, que tenía como seis años, se convirtió en su ayudante: pilaba con una mano de pilón que le hizo su papá, cuidaba a Enso, su hermanito menor para la época; Nel, el segundo de los hijos, también tenía que trabajar. Él tenía un machetito del tamaño de sus cinco años y con su herramienta se iba a limpiar monte a otros vecinos; por eso le pagaban una nadería a la semana.

Payejo tardaba cada vez más en llegar a casa y el hambre apretaba tanto que un día, Georgina, una hermana de Graciela por parte de su mamá, le sugirió que se fuera a vivir en una barraca que ella tenía en Prin. Allí cerca había una escuela. Tal vez la vida mejoraría. Graciela aceptó. Se fue con los cuatro muchachos por delante y la mochila con los trapitos.

Aquella barraca no tenía sino cuatro paredes y un techo, pero cerca quedaba la escuela rural y ella inscribió a sus hijos mayores, Yolanda y Nel para que estudiaran. Ellos iban todos los días a la escuela, allí comían y, como también sembraban, el maestro mandaba para la casa repollo o zanahorias, cualquier cosa que se produjera. Pero eso no era suficiente para vivir. Entonces ella tomó la decisión que más la afectó en la vida: subir a la montaña desde el punto más lejano a la escuela para que el maestro no viera ni escuchara lo que Graciela iba a hacer. Ella subía con un hacha y golpe tras golpe, tumbaba un árbol. Cuando finalmente caía el árbol ella imploraba que el maestro no hubiera escuchado el estruendo. Bajaba de la montaña y esperaba unos días hasta que el árbol se secara. Cuando creía que ya estaba seco, volvía a subir y, con el mismo hacha, lo convertía en "rajas" que ataba en un haz de leña y bajaba, agotada, aterrada pensando en lo que pasaría si el maestro la viera, si se enterara, porque el maestro, además, era el guardabosque. El miedo fue su compañero en esa época. El miedo al hambre, a lo que pasaría si la descubrían, a perjudicar a sus hijos, a parir en soledad. El miedo.

Graciela bajaba con su haz de leña en la cabeza, el hacha en una mano y la barrigota de Gustavito. Luego vendía la leña en la bodeguita del otro lado de la calle y ahí mismo gastaba aquel real: un centavo de papelón, otro de café, cinco pancitos de a puya y algo más con los tres centavos restantes.

La barriga crecía, el hambre no amainaba, pero las clases terminarían en julio y Graciela quería que sus hijos estudiaran. Seguía subiendo, aterrada, a tumbar arbolitos y a convertirlos en leña. Comían repollo sancochado, que olía feo, y cuando ella vendía la leña, pan con guarapo.

Según recordaba Yolanda, sería cuando terminaron las clases que Graciela decidió regresar a su monte. No iba a parir ahí, sola. Entonces habló con el maestro y le ofreció en venta lo único que podía valer algo: la máquina de escribir de El Viejo. Le contó que se iba porque tenía que parir, pero no tenía cómo irse. El maestro le dio 10 bolívares por la máquina. Ella los agarró, recogió los tres perolitos que tenía, volvió a echar por delante a sus muchachos y se fueron a esperar el autobús.

Estaban en la orilla de la carretera cuando llegó el autobús y se bajó... ¡El Viejo!

-      ¿Para dónde van?

-      Pa’l monte. Le vendí la máquina al maestro por 10 bolívares.

-      Espérame aquí. Ya vengo. – Le dijo. Se fue a la escuela y recuperó su máquina. Graciela regresó a su monte.



A principios de los años cincuenta, el mayor de los hijos varones, Nel, emigró a Caracas para trabajar y ayudar a su madre. Nel era casi un niño, pero como desde chiquitico había trabajado para ayudar en la casa, tomó esa decisión y empezó a trabajar duro. Vivía alquilado en un cuarto de la casa de uno de sus tíos en El Valle. Vendía café en el mercado de Coche desde la madrugada para sobrevivir y reunir dinero. Con gran esfuerzo compró un rancho a medio construir en la parte más alta de un cerro y decidió traerse a toda la familia. Él los sacaría adelante.

Pero la vida siempre se empeña en aliñar los planes. A El Viejo lo pusieron preso en 1951 porque era un opositor al gobierno, así que se convirtió en preso político. Entonces Yolanda emigró a Caracas para buscar a su padre, para ocuparse de él. Graciela se quedó con el resto de los muchachitos, allá en el monte. Con hambre y angustia redoblada, por los hijos en Caracas y por El Viejo en la cárcel.

Cuando Nel terminó de levantar el rancho, se trajo a su Vieja y a sus cinco hermanos menores.

En esta nueva etapa, Dora se reinventó. No sé por qué motivo la llamaban así por aquellos días, pero ella siempre se refería a sí misma como a Dora cuando hablaba de esa época. Bien, Dora empezó a hacer trabajo político: buscaba al Viejo porque no sabía en dónde lo tenían. Hubo un tiempo en que a EL Viejo el gobierno lo desapareció; mi abuela organizó, con apoyo del PCV, un grupo de mujeres que exigían la libertad para los presos políticos, hacía colectas de comida y recursos para los familiares de los presos, y atendía la casa y los muchachos. Nel se convirtió, de hecho, en el hombre de la casa.

Pero la vida siempre te da sorpresas. Nel enfermó de tuberculosis. Tenía 17 años y fue ingresado de emergencia al Hospital El Algodonal. Allí pasó largos seis meses que él recordaba en soledad porque, por una parte, era muy difícil que su madre o su hermana Yolanda lo visitaran, aunque Yolanda recuerda que lo visitaba, tal vez no con la frecuencia que Nel deseaba y necesitaba. Eran tiempos muy duros, no había ni para el pasaje. Por la otra parte, Nel recordaba ese tiempo con mucho agradecimiento hacia las enfermeras que amorosamente lo rescataron de la muerte, literalmente le daban la sopa en la boca, así de delicado era su estado de salud. Nel recordaba con especial cariño al médico que le salvó la vida y, como él con el paso del tiempo se convirtió en poeta, les dedicó al menos un poema y los nombres de esta gente hermosa y solidaria aparecen en el lugar privilegiado de los agradecimientos en el libro de El Poeta de Caricuao.

Un día, Gustavito, el quinto hijo de Mayeja, se fue a buscar mangos a La Mariposa. Era un adolescente inquieto que todavía no cumplía los 15 años. Dora se enteró de eso cuando le dijeron que su hijo se había caído de una mata de mangos y que no se levantaba. Ella salió corriendo a buscar a su muchacho. Lo encontró tirado en el suelo, sin sentido. Se lo llevaron al hospital y allí estuvo casi un mes recuperándose de una fractura de cráneo.

Mientras tanto, la dictadura arreciaba las persecuciones y en marzo del 52 cae Yolanda. Estuvo presa e incomunicada por dos años y luego fue extrañada del país.

No sé cómo, pero Graciela consiguió una máquina de coser Singer y cosía camisitas blancas para una fábrica. Le pagaban medio[1] por cada camisita.

A punta de querer y fortaleza, Mayeja supo cómo sortear tuberculosis, fractura de cráneo, prisiones, exilios y hambre.

De los años 50, ella con insistencia repetía que uno hacía mercado con 50 bolívares, que ella cosía en su máquina Singer de pedal camisitas blancas y que,  con la plata que recibía, ella se compró su nevera Westinghouse, que pagaba religiosamente 70 bolívares cada mes. Del trabajo político que hacía, nunca habló, por lo menos conmigo. Apenas comentaba que algún camarada se quedaba en la casa, que le daban cobijo y comida a algún otro, pero siempre lo decía como de pasada, puede ser porque mejor es no saber, mejor es no contar, la vida corre peligro. No lo sé.

En el 58 regresaron Yolanda y Gustavo de México. Yolanda regresó casada y a finales de ese mismo año Dora se convirtió en abuela. Ya hablamos de eso al principio de la historia.

Los años 60 siguieron siendo difíciles para Mayeja porque El Viejo siguió siendo perseguido político, preso, desterrado. Gustavito se fue a la Sierra de Falcón siguiendo la quimera de la revolución y la lucha armada; Lida, la penúltima de sus hijos, también se vinculó a la guerrilla urbana. Estudiaba segundo año de bachillerato cuando fue encarcelada. La llevaron al Retén para Menores de El Junquito, donde cumplió sus 15 años.

Excepto Gisela, todos los siete hijos de Graciela tuvieron participación en la política. Con mayores o menores responsabilidades y consecuencias, así que ella vivía con un salto en el estómago, siempre.

Pero es que mi abuela estaba hecha de un material que no se consigue con facilidad. A pesar de todos esos pesares, ella nunca decayó, al contrario, fue mejorando cada vez más su condición social a punta de muchísimo esfuerzo.

Siempre he dicho que Mayeja en su vida anterior debe haber sido de la realeza porque siendo campesina tenía, no solo modales de princesa, sino un lenguaje limpio, exquisito. Jamás dijo una mala palabra ni toleraba que alguien las dijera en su presencia. Mayeja era una mujer pulcra. Le gustaba leer y su pasatiempo en la vejez era resolver “sopas de letras” y hasta crucigramas. No soportaba escándalos. Así como era fuerte en todos los sentidos, era delicada en todos los sentidos.

Recuerdo la casita del cerro que construyó mi tío Nel. Me gustaba. Se llegaba desde la calle 13 de Los Jardines de El Valle; desde la calle había que subir unas escaleras de cemento, con escalones largos y un tubo, marrón por el óxido, que hacía de pasamano. A mitad de camino, esas escaleras, hacían una curva en la que quedaba la casa de Pérsida, una amiga de mi tía Magaly. Después venía un trayecto largo y plano, también de cemento y tubo oxidado hasta llegar a la reja de las escaleras que conducían a la casa de Mayeja y a la casa de Nel.

La reja tendría como un metro de alto y era de barrotes planos. El cerrojo era un pasador grande, de esos que tienen como una palanquita con una ranura que coincide con un saliente, como una orejita, de la reja para luego colocar un candado. Desde el camino, que así llamaban al trayecto largo que mencioné, se desprendía la escalera. Como en el escalón 10 se entraba al porchecito de la casa. Era cuadrado, lleno de matas y flores que mi tía Gisela cuidaba amorosamente. Uno entraba a la sala donde reinaban muebles de paleta. A la izquierda quedaban el cuarto de las muchachas: Gisela, Lida y Magaly, y el de Gustavito, porque Enso ya se había casado y había montado tienda aparte. Para entrar a los cuartos había que subir un escalón y atravesar la cortina. Después de la sala, quedaba la cocina grandota que era también comedor y, también a la izquierda, quedaba el cuarto de Mayeja. El baño y el lavandero quedaban afuera. Había que subir otros tantos escalones y a la derecha había un pasillo techado en el que estaba la batea y al fondo el baño. Si uno seguía subiendo, llegaba a la casa de Nel, que era como esas que pintan los niños: puerta al centro con ventanos a los lados y techo dos aguas. Era azul y a mi se me antojaba que era una casita de cuentos.

Dora seguía cociendo camisitas y ropita para la familia. Su casa exponía su esfuerzo: la máquina Singer estaba justo al franquear la columna que separaba la sala de la cocina-comedor, la nevera y la cocina estaban alineadas cerca de la puerta del cuarto de Mayeja. También tenían radio. Es decir, Graciela, no solo sabía surfear entre las inmensas olas del mar de la vida, sino que sabía que el camino es pa’lante y p’arriba.

A finales de los años 60, Graciela se mudó del cerro para una casita en Corral de Piedra, por Macarao. Era una casita que había construido el gobierno. Mayeja contaba que después le adjudicaron un apartamento en la Urbanización Kennedy, también en Macarao. Recordaba con cariño que se lo había conseguido un adeco, que estaba en el gobierno y que había sido guasinero[2], como Payejo. Esa casita también era como de cuentos de hada, sobre todo porque quedaba en una esquina y había terreno para jugar, siempre hacía frío y podíamos tocar la neblina con las manos.

La vida siguió cambiando para bien. En el año 71 regresó Payejo del segundo exilio y, aunque siguió siendo activista político, eso no volvió a afectar la vida de la familia porque el presidente de la República para ese entonces, Rafael Caldera, había iniciado una política de pacificación que terminó con las guerrillas e incluyó la legalización de todos los partidos políticos.

Como los muchachos que seguían solteros, Gustavito, Gisela y Magaly trabajaban, la casita fue mejorando significativamente. Después se mudaron al apartamento que fue comprado a nombre de Magaly, por ser la más joven, para que le dieran un mejor plaza de pago.

En ese apartamento celebraron los 40 años de casados Mayeja y Payejo.

Llegar a esa casa era una fiesta para los nietos porque en la nevera verde Westinghouse había siempre, siempre gelatina, quesillo y maltas. Había también un tazón verde lleno de bistec de chocozuela, adobados, listos para freír. Mayeja decía que no le podía faltar la carne porque ella se crió comiendo carne. Sobre el fregador había lo que ella llamaba “la cuerda del pan”: una cabuya en la que colgaba hallaquitas “de dos en dos” por si alguien tenía hambre. Mayeja disfrutaba cocinar y que la gente comiera.

Pasar vacaciones en su casa era lo máximo porque al levantarnos nos daba el café, es decir, una taza grande de café con leche y un pan calientito relleno con queso amarillo. A media mañana, nos ofrecía el desayuno que podía ser con hallaquitas y huevos fritos, queso y mantequilla, o jamón, o cualquier otra cosa que ella inventara. Cada semana, Mayeja esperaba religiosamente la llegada del camión de La Polar. Entonces bajaba con “el vacío” de malta al hombro para volver a “llenarlo”. Con el paso del tiempo, los nietos empezamos a ayudarla a cargar “el vacío” y “el lleno”.

Creo que esa fue la época dorada para ella y para nosotros, los nietos. Tenía una casa propia y bonita, grandota, El Viejo y los hijos estaban todos cerca de ella, disfrutaba sus nietos que éramos un montón y, cuando llegábamos en manada, se tendían colchonetas en la sala y armábamos el campamento gitano por las noches.

Pero nada en la vida dura para siempre. El 21 de diciembre de 1973 murió su Viejo. El amor de su vida se había ido está vez para no regresar. Se lo llevó un infarto fulminante al corazón. Estaba en el derecho de palabra en una sesión del Buró Político del PCV.

La casa de Mayeja siguió siendo refugio amoroso y feliz para hijos y nietos. Con malta y quesillo, caraotas y bistec, gelatina y pan “calentaíto” con queso amarillo.

A finales de los 80 y hasta comienzos del siglo XXI Mayeja se inventó otra forma de consentir a los hijos y a los nietos. Se volvió itinerante. Aprendió a hacer una salsa para pastas que ella llamaba "la salsa portuguesa" porque se la enseñó una señora portuguesa. Llenaba frascos de vidrio enormes con esa salsa y se iba de visita. Llegaba a cada casa cargada de obsequios: exquisita salsa de carne con base de ajoporros, plátanos y, de postre, dulces criollos: almidoncitos, conservitas de batata, de coco y turrones de maní.

Fue por esa época cuando me hice amiga de Mayeja. Cuando nos descubrimos o, mejor dicho, cuando nos dimos el permiso para intimar. Ella, viajera; yo, aterrizando de una larga ausencia, sin trabajo y sin saber de dónde agarrarme. Hablábamos mucho y siempre.

En 1992 compré mi primer carro y me convertí en chofer particular de Mayeja, que para ese momento se había mudado del apartamento para la casa de mi tía Lida. Yo la llevaba de casa de mi tía Lida, en Guarenas, a casa de mi mamá en Caracas, y al revés. Ella pasaba temporadas en casa de una y en casa de otra aunque su residencia oficial era en casa de mi tía.

Cuando íbamos camino a casa de mi mamá, Mayeja me pedía que nos paráramos en La Bandera, en el camión que vende plátanos.

-      Niña, ¡a mí sí me gustan los plátanos! Y ese camión está ahí siempre, llenito de plátanos, amarillitos… ¡Provocan!

 Por supuesto yo me iba por La Bandera y si estaba el camión, nos parábamos y ella se bajaba y compraba plátanos. Si no había camión, decía, ajena a las temporadas de cosecha y esas cosas:

-      ¡Que raro! No está el camión, ¿qué pasaría? Niña, ¡a mí sí me gustan los plátanos! Mira, cuando yo me muera, no quiero que vengan a mandarme flores ¿para qué? Uno después de muerto ni siente, ni padece. Si me quieren dar algo, que me lo den en plátanos ¡pa’ comérmelos! – y soltaba una carcajada, discreta, pero carcajada.



Por el año 2000, más o menos, Mayeja empezó a tener problemas de salud. Le dolía la cadera. Mucho. Pero mi abuela era fuerte. Repetía a quien quisiera escucharlo que ella no sabía lo que era un dolor de cabeza. Se lamentaba de que tenía dormidos tres dedos de la mano derecha: pulgar, índice y medio. Por culpa de eso no le permitían fregar platos en ninguna casa y ella se quejaba, decía que era que le tenían asco. Murmuraba “¡Eso sí es malo, niña, llegar a viejo sí es malo!”

Cuando ella estaba en casa de mi tía, los fines de semana la visitaban los otros hijos. En el jardín de la casa, al lado de la puerta, estaba la silla de Mayeja. Ahí, alrededor de ella se formaba una tertulia muy sabrosa porque la casa de mi tía Lida siempre fue un lugar de encuentro de la familia y los amigos. Recuerdo que una vecina la llamaba la casita de azúcar.

Nosotras seguíamos hablando de “aquellos tiempos, niña”. Ella crecía ante mis ojos, yo guardaba silencio. Jamás la oí quejarse, menos le escuché culpar a alguien, o a algo, de sus tribulaciones, tampoco jamás se vanaglorió de sus aciertos. Creo que no los dimensionó. De lo que estuvo orgullosa todo el tiempo fue de que sus siete hijos eran gente de bien, que ninguno fumaba y que ninguno bebía. Ese fue su mayor orgullo.

A mediados del 2002, Mayeja dejó de caminar, se quedó en la  cama. Era un dolor verla reducida a su camita en el cuarto de abajo. La visitaban los hijos, los nietos. La atendían con devoción sus hijas Gisela y Lida. Yo iba los sábados y me sentaba al borde de su cama mientras ella todavía hablaba, porque se arrimaba un poquito para darme un ladito y conversar.

Mayeja después dejó de hablar. Eso fue terrible. Ella allí acostadita, como un bebé grande, muy grande, con sus ojos mirando con tristeza. Algún sábado le llevé un potaje que mi amiga China me había enseñado a preparar: en una olla con poco agua se pone lagarto con hueso, se agregan jojoto, brócoli, zanahoria, papa, hierba buena, célery, ajo, cebolla y sal. Se cocina tapado, a fuego muy lento hasta que la carne esté suave. Luego se licúa todo junto. Eso es una inyección de salud, decía China. Yo llevé alguna vez ese potaje con la esperanza de que Mayeja hablara.

Un sábado de septiembre llegué y ella estaba muy inquieta. No decía nada, pero se revolvía en la cama, estaba intranquila. En el jardín estaban haciendo una parrilla ya no recuerdo por cuál motivo. Llamé a mi casa y pedí que me trajeran un frasquito de Rescue Remedy, tal vez las Flores de Bach la ayudarían…

A los pocos minutos llegó el encargo. Pasé la tarde a su lado, hablándole despacito y bajito. Durante 45 minutos o una hora, le di cinco gotitas de Rescate cada cinco minutos. Le acariciaba la cabeza. No sabía cómo ayudarla. Ese sábado estuve con ella toda la tarde y parte de la noche.

El domingo 13 de octubre, Yolanda sintió una tristeza tan devastadora que no la compartió con nadie; solo lloraba. Buscó una tela gris y se puso a hacer un patrón para hacerle un vestido a su mamá. Era un vestido diferente. Mayeja decía que Yolanda era la hija que la vestía porque Yolanda sabía coser y lo hacía muy bien, le hacía todos sus vestidos, le compraba prendas íntimas y zapatos.

-      Yolanda me viste de pies a cabeza, niña. - Decía Mayeja.

El martes 15 de octubre Yolanda seguía en silencio, solo lloraba. Había escrito en una hoja una canción que Payejo le cantaba a Mayeja. La guardó. También guardó el vestido gris. Se arregló y salió a visitar a su mamá. Era temprano en la mañana.

En casa de Yolanda quedó su hija menor asustada, nunca había visto a su madre en ese estado. Al mediodía las hijas y las nietas de Yolanda estaban en la casa materna tristes y sin explicaciones.

De camino a Guarenas, Yolanda compró un clavel rojo, la flor preferida de Mayeja. Llegó a visitar a su mamá. Nadie sabe de qué hablaron. Yolanda le dio el clavel y empezó a cantarle a su mamá.

Entonces Mayeja, mi Mayeja, se durmió arrullada por el amor de su hija mayor.







[1] 25 céntimos de bolívar.
[2] Guasinero llaman a los presos políticos que estuvieron en un campo de concentración en Guasina, una isla en el Delta del Orinoco.

viernes, 3 de enero de 2020

El arte nos salva. A Gustavo Villaparedes, in memoriam

     De mi abuelo recuerdo su sonrisa. Su silencio, más que sus palabras. Lo recuerdo jugando Scrabble con mi papá y mi tío Nel. Tres dioses del Olimpo en silencio, concentrados en aquel tablero, rodeados de diccionarios enormes. Yo, un conejito comiendo hierbas por allá abajo soñando con poder jugar algún día con mis dioses del Olimpo. Yo creo que mi abuelo no necesitaba hablar. Tenía un aura liviana, uno sentía que podía confiar en él.
     Lo recuerdo en la casa, con pantalones de kaki y guardacamisa blanquísima. De eso se ocupaba su amada esposa, mi inolvidable Mayejita. Lo recuerdo de pie, con las manos enlazadas a la espalda. Lo recuerdo leyendo...
     Compartí muy poco con mi abuelo, digamos que lo tuve entre mis diez y catorce años. 
     Mi abuelo es un personaje. Un personaje de nuestra historia,  pero no pretendo hacer una biografía de él en estas líneas. Quiero solo ofrecer unas pinceladas sobre un hombre que dedicó su vida entera a este país, a hacer lo que él entendía como la manera de lograr el mayor bienestar para la gente.
     Gustavo y Graciela se casaron cuando eran muy jovencitos. Ella tenía 18 años y él 20. Eso fue en la segunda década del siglo XX, por allá, en un pueblo perdido del estado Miranda. En la partida de matrimonio aparece una X en el lugar donde debía ir la firma del novio. Es decir, a esa edad, mi abuelo no sabía leer ni escribir. Pero esos campesinos eran "distintos" y, a pesar de todo, hicieron bien las cosas. 
     Ese muchacho, que enamorado estampó una X para tener el derecho de vivir con la mujer que amaba, pocos años después de su matrimonio, fundó la primera escuela en el campo en que vivía, una escuela para la que el Ministerio de Educación destinó una maestra que no se quedó ni un día porque el viaje en burro hasta el lugar le quitó la ilusión. Entonces, Gustavo decidió que su hija mayor, junto con otras dos niñas del pueblo que también sabían leer y escribir, y tenían algunos otros conocimientos, se ocuparan de enseñar a los demás niños a cantar el Himno Nacional, algunas otras canciones y, por supuesto, a leer y a escribir. La gente del lugar estuvo de acuerdo. Así nació la primera escuela de Las Casitas y Yolanda Villaparedes comenzó a enamorarse de la profesión y, sobre todo, del servicio a los demás.
     Tiempo después, digamos, mucho tiempo después, mi abuelo pudo escribir su propia defensa, con los argumentos correctos e irrebatibles, sin ser abogado, cuando la justicia imperante en el país lo juzgó. 
     A mi abuelo lo recuerdo entre libros y periódicos. Lo recuerdo debatiendo, especialmente con mi papá. Hablaban de cosas que yo no entendía, pero que eran trascendentes para ellos y tal vez, indirectamente, para mí, para el país. Yo los observaba. Los admiraba. Ellos me permitían quedarme a su lado ¿o sería que no se daban cuenta de mi presencia? Me sentía orgullosa de mis dioses del Olimpo.
     Contaba mi abuela, que a su casa en el campo "siempre llegaba alguno con dolor de cabeza y el Viejo* le decía que se sentara. Él se paraba detrás de la silla, se quedaba callado, se frotaba las manos y le ponía una en la frente, otra en la nuca, y se quedaba así por un rato. Después el otro se paraba y le daba las gracias porque se había aliviado." Es que mi abuelo le curaba el dolor de cabeza a los vecinos con solo poner sus manos en la frente y la nuca.
     Pero la actividad a la que mi abuelo dedicó su vida fue a la política. Fue uno de los fundadores del Partido Comunista de Venezuela por allá, por los años 30 del siglo pasado. Eso lo llevó muchas veces a prisión. También lo llevó al exilio por varios años; por largos años. Es justo decir que su actividad política le ganó el afecto, respeto y admiración de muchas personas. A veces pronuncio su nombre en alguna reunión y no falta la persona que que me mira con sorpresa y me pregunta con cierta admiración: "¿Tú eres nieta de Gustavo Villaparedes?"
     Ser preso de conciencia de la dictadura de Pérez Jiménez, significó para Gustavo Villaparedes pasar años en Guasina, un campo de concentración ubicado en una isla en el Delta del Orinoco, que anteriormente había sido utilizado para confinar presos de la Guerra Civil Española y del fascimo hitleriano. La principal característica de esa isla es que, cuando sube la marea, queda sumergida bajo las aguas del río, así que los presos pasaban tiempo con el agua hasta las rodillas y tiempo sobre arena. En esas condiciones hacían trabajos forzados mientras pagaban su condena. Hasta el destino los trasladaban en barco, pero no en camarotes acondicionados, no. Los llevaban en la bodega de un barco y, cuando se llevaron a mi abuelo, en esa bodega, además de varias decenas de presos políticos, iba un cargamento de cemento.
     A mi abuelo, y a quienes llegaron con él en el grupo que "inauguró el campo de concentración para los venezolanos", les tocó construir las barracas en las que ellos "vivirían". Eso fue parte del trabajo forzado de la condena. Ese espanto fue denunciado internacionalmente antes de que cayera la dictadura porque uno de los presos enfermó de gravedad y lo tuvieron que sacar. El señor contó lo que estaba ocurriendo y el dictador se vio obligado a trasladar a los presos a la cárcel de Ciudad Bolívar.
     Es del paso de Gustavo por el horror de Guasina, que quiero hablar. Bueno, de un pedacito.
     En Guasina Gustavo se convirtió en escultor. Aprendió a tallar en madera. ¿A tallar en madera? ¿En una isla donde no había sino agua? Quizá se comprenda que a un trozo de madera lo arrastrara la corriente. Pero ¿con qué instrumento hizo las tallas? ¿Con cuáles extractos les dio color? ¿Cómo hizo él para tallar en madera, en letra cursiva Recuerdo para mis hijos?


 
      El recuerdo para cada uno de los siete hijos fue tallar su nombre en madera.


     Y para la posteridad, para que nadie olvide el horror de Guasina, mi abuelo hizo una talla de su intepretación de la isla. Es una miniatura en la que yo creo adivinar a un gallo en el centro y se me antoja que sea un autoretrato de mi abuelo, digo, porque el gallo es el símbolo del Partido Comunista venezolano.

 
       Yo conocí estas tallas hace muy pocos días. Eran el tesoro que mi Mayejita y, cuando ella se fue a encontrar con el amor de su vida, pasaron a ser el tesoro de uno de mis tíos. 
      ¿Por qué comparto este tesoro familiar? 
      Por varias razones. Ante todo, como un homenaje a mi abuelo, a su sensibilidad, a su amor; para agradecerle su amor, su entrega y su fe en un mundo mejor.
     Para que mis hijas sepan de dónde vienen, para que sepan que de casta le viene al galgo, para que sientan orgullo por sus orígenes.
    La otra razón por la que escribo es porque está prohibido olvidar los horrores que vivieron nuestros antepasados para que nosotros tuviéramos un mundo mejor. Porque he leído que ahora se está poniendo de moda "el derecho al olvido" y, aunque estoy convencida del poder que tiene el perdón, sé que perdonar no tiene nada que ver con olvidar. Perdonar es un proceso personal vinculado con la sanación del dolor propio por algo ocurrido en nuestras vidas, no con olvidar; tampoco es un proceso colectivo y mucho menos, impuesto. No es sano olvidar porque nos estaríamos condenando irremediablemente a repetir errores. Perdonar es recordar sin dolor, sin rencor. Por eso, para mí, está prohibido olvidar los gestos heróicos de los ancestros y los crímenes cometidos contra la gente.
     También comparto este tesoro familiar porque creo profundamente en el poder sanador del amor y del arte. Creo que en ocasiones son sinónimos. Sé que el arte nos salva porque nos permite conectarnos con lo más sagrado de nosotros mismos y nos permite trascendernos.
     Imagino a mi abuelo como el gallo de su miniatura: sentado sobre alguna piedra, ensimismado, con un trozo de madera en una mano y en la otra alguna piedra a la que antes debió afilar hasta convertirla en una especie de cincel. Imagino el agua del río fluyendo hacia el mar, acariciando los pies descalzos de Gustavo y él, sin darse cuenta de lo que pasaba, sintiéndo que cada movimiento de su cincel improvisado era una caricia para el hijo que lo extrañaba. ¿Cómo llegaron esas tallas a su destino? Lo ignoro. Mi abuelo salió de Guasina directo para el exilio. Supongo que alguna mano generosa, tal vez de algún compañero de prisión, tal vez de un carcelero, sacó un paquetito y lo hizo llegar a las manos para las que fueron hechas esas tablitas. Supongo... Ahora solo puedo suponer... 
     Tuve la inmensa dicha y el honor de conocer a un compañero de prisión, de esa prisión, de mi abuelo. En realidad, ese señor me descubrió. Un buen día fui a su oficina para hacer un trámite. El señor se quedó mirándome con mucha atención y de pronto preguntó
     - ¿Tu eres familia de Gustavo Villaparedes?
     - Soy su nieta.
     - El Caballero... Así le decíamos a Gustavo en Guasina...
     Por ahí siguieron los recuerdos fraternales de aquel Señor que desde ese momento me adoptó. En estas líneas va también un homenaje amoroso y agradecido a Simón, a Simón Sáez quien me contó que mi abuelo era alguien confiable, que siempre estaba de buen humor, que era de sonrisa fácil, con una entereza a prueba de balas, de voluntad inquebrantable, firme y sereno. Un Caballero, como también lo fue él.
     El amor salvó a mi abuelo de sucumbir al horror en que le tocó vivir, el amor lo hizo convertirse en artesano, en escultor. El arte lo salvó. Gracias al arte, su amor ha trascendido el tiempo. 
     
    
*Mi abuela siempre llamó El Viejo a mi abuelo, no sé porqué.