“Cuando uno nace pobre,
estudiar es el mayor acto de rebeldía
contra el sistema.
El saber rompe las cadenas
de la
esclavitud.”
Tomás Bulat
El sueño de la niña Yolanda
A
Yolanda, cuando tenía seis años, le gustaba jugar con Carmen Alicia en la
quebrada seca que quedaba cerca de su casa. Cargaba con su hermanito menor. Él
era un bebé gordo, comelón, y Yolanda era una niña flaquita, pero fuerte, sobre
todo tenía los brazos fuertes porque desde los cuatro años ya era dueña de una
mano de pilón que le había hecho su papá para que ayudara a pilar el maíz en la
mañanita.
Así
que, al terminar de ayudar en los quehaceres de la casa, se iba a jugar con su
prima. Así lo cuenta ella:
«Agarrábamos
unas hojas de almendrón, que eran unas hojotas grandotas, con sus venitas, y un
palito. Sentábamos a los niños en la arena finita, debajo del almendrón,
desnuditos, porque entonces no había pañales, y nos íbamos a jugar. Bueno,
agarrábamos nuestras hojotas ¡y nos poníamos a escribir! Nos tratábamos de “maestras”
aunque yo no sé cómo les decíamos a las maestras de verdad; nadie nos dijo que
se les decía “señorita” o “miss”.
»Supongo
que para ese entonces yo debía haber aprobado mi primer grado, allá, en El
Paují. De primero pasé para segundo en la escuela de Modesta Hernández; por eso
yo sabía que se agarraba un lápiz y se escribía en la rayita.
»Ese
era el juego de nosotras... Sería yo quien lo inventó porque a los siete años
ya yo había salido de la escuelita, pero ninguna de ellas, pobrecitas, fue a la
escuela.»
Como
el papá de Yolanda era un señor que tenía ideas muy avanzadas para el momento y
el lugar que le tocó vivir, y como él estaba decidido a cambiar el mundo, se
empeñó en crear una escuela para que todos los niños pudieran aprender a leer y
a escribir. Entonces fue muchas veces a la capital del estado, Los Teques, a
plantear su idea, pero el proceso era lento; así que Gustavo, que así se
llamaba el papá de Yolanda, habló con otros vecinos y les propuso que su hija
Yolanda y tres muchachas más del pueblo: Benicia, Delgadina y Presentación, dieran
las clases. A todos les pareció una muy buena idea y crearon la escuela. El
horario sería todo el día y cada muchacha trabajaría una semana, se rotarían.
Fue así como Yolanda tuvo la primera oportunidad de enseñar a leer y a escribir
a los otros niños del pueblo. Les enseñaron a cantar el Himno Nacional, el
Himno al Árbol y algunas otras canciones. Los 29 niños, con edades entre 7 y 12
años, aprendieron, además, algunos conocimientos de Geografía y de Historia, y
un poquito de Matemática. Era 1946 y Yolanda, que cumplía 14 años el último mes
de ese año, descubrió que quería ser maestra.
Por
fin el Ministerio de Educación decretó la escuela para El Paují, en los Valles
del Tuy del estado Miranda. Era la Escuela Nº
171.
Mandaron
una maestra que llegó al pueblo montada en un caballo. Se llamaba Betina
Machado C. Cuando ella preguntó por la escuela y le respondieron: «Ahí está el
salón», por poco se desmaya. No era para menos. El salón eran cuatro paredes de
bahareque con techo de zinc y piso de tierra. Ni una silla. Nada más. Y ella
tan bonita. En ese momento la señorita Betina Machado C. tomó una decisión y,
dirigiéndose al papá de Yolanda, dijo: «Señor Gustavo, yo aquí no trabajo. Aquí
no se puede trabajar». Dio media vuelta, se montó en su caballo y ¡patitas para
que las tengo!
En
1947, la familia de Yolanda se mudó a Pitahaya, un pueblo cercano. Hoy en día,
ella supone que se mudaron por razones políticas, porque su papá no les
explicó, al menos a los hijos, porqué se mudaban. Allá vivían alquilados. Nuestra
adolescente era la mayor de siete hermanos y estaba acostumbrada a ayudar en la
casa; por eso decidió trabajar para ayudar con los gastos. Conversando con la
gente cercana supo que en Cantarrana, un pueblo que quedaba como a dos
kilómetros de donde ella vivía, tal vez podía crear una escuela. Entonces
Yolanda se fue para allá y habló con los vecinos. Les propuso que ella podía
enseñar a leer y escribir a los niños. Crear una escuelita, pues. La gente lo
recibió como algo muy bueno, tanto que uno de los vecinos ofreció un salón de
su casa para que la escuela funcionara, con la única condición de que los
muchachos llevaran dónde sentarse. Ella cobraría un bolívar semanal por niño. Se
inscribieron casi 30 muchachitos con edades entre 8 y 12 años. La escuela empezó
a funcionar. Yolanda caminaba dos kilómetros en la mañanita para llegar a la
escuela y dos kilómetros por la tarde para regresar a su casa. Como las clases
duraban todo el día, las madres de los niños le mandaban comida y dulces
caseros a la maestra, porque ella no podía ir a almorzar a su casa, no le daba
tiempo de ir y regresar. Yolanda recuerda puro cariño de esa época. Hasta una
de las madres la escogió como madrina para su hijita más pequeña.
Esa
hermosa experiencia duró hasta agosto de 1951, cuando la dictadura de Pérez
Jiménez encarceló en Caracas al padre de Yolanda. Ella amaba profundamente a su
papá y por eso decidió irse a la capital para buscarlo y ayudarlo. En Caracas
vivía su hermano Nel, que era dos años menor que ella, pero había migrado
para trabajar y ayudar a levantar a la familia. Él vivía en un cuarto alquilado
en casa de un tío y, como trabajaba desde la madrugada vendiendo café, no le
daba tiempo de ocuparse del padre. Yolanda llegó entonces a la capital. Durante
un tiempo compartió la habitación con su hermano hasta que éste consiguió un
rancho a medio construir, lo terminó de levantar y se trajo al resto de la
familia.
Hacía
mucho tiempo que Yolanda había abrazado la causa política de su padre y por
ello, en Caracas, tenía una actividad febril. También trabajaba en fábricas de
costura para sostenerse. Con otros camaradas, fundó un centro juvenil en el que
se ofrecían actividades culturales y deportivas; militaba, por supuesto, en la Juventud Comunista
de Venezuela, que estaba proscrita, por lo que Yolanda tenía una doble vida. En
su vida política empezó a llamarse Lucy Campos. Corría de un lado a otro,
cantando; hubo quien la llamaba Campanita.
Como
ellos vivían en lo último de aquel cerro de El Valle, allá donde se pueden
tocar las nubes sin mucho esfuerzo, Yolanda se dio cuenta de que había «mucho
muchacho» sin estudiar y, fiel a sus principios, decidió crear una escuela, por
allá en 1952. La miseria alrededor era tan grande, que ella no cobraría
nada. Entonces Yolanda empezó a hablar con los vecinos, a plantear su idea. La
señora Antonia, que tenía una casa grande, después de escuchar la idea, la
apoyó y le prestó un espacio para que diera sus clases. Los muchachos también
llevaban sus banquitos, algún cuaderno y un lápiz. Alfabetizó a cerca de 20
niños.
Un
día, cuando Yolanda regresaba del trabajo a casa, un amigo la encontró y le
dijo:
—¡No subas! La Seguridad Nacional
está en tu casa. Los están buscando.
Ella
decidió ir a alertar a su novio y se fue a la casa de él, en Coche, pero cuando
llegó, la Seguridad Nacional
ya estaba allí, la estaban esperando. Así que ese día la pusieron presa. Era
marzo de 1954.
En
los sótanos de la Seguridad Nacional,
en El Paraíso, la sometieron a torturas espantosas. Apenas llegar, el propio
Miguel Silvio Sanz, alias El Negro, para ese momento jefe de la Sección Político-Social
de la Seguridad Nacional
y el esbirro más cruel, famoso por la frase: «Preso no tiene sexo», le arrancó
la ropa y así, casi desuda, le dio fuetazos por todo el cuerpo. La interrogaban
y ella callaba. Entonces la pararon descalza sobre un rin, sí, de esos que usan
los carros para sostener los cauchos. Allí estuvo una eternidad. Le ordenaban que se subiera. Que se bajara.
Sus pies sangraban. Pero Yolanda es de acero. Se prometió no derramar una
lágrima frente a los esbirros. Y así
fue. Otra tortura cruel fue sentarla frente a un foco encendido día y noche.
Otra eternidad durante la cual Yolanda no solo no podía dormir, sino que casi
pierde la razón. Pero ella no era una soplona, así que nada de eso quebrantó su
espíritu. Es que esa muchacha tenía convicciones fuertes, un espíritu muy
rebelde y odiaba las injusticias.
Cuando los esbirros se dieron cuenta de que Yolanda no hablaría, la trasladaron a una cárcel. En el calabozo al que llegó había 13 reclusas. Una de ellas era María Isabel de Urbina, a quien todas llamaban «La Viuda» porque era la viuda de Rafael Simón Urbina, autor material del asesinato de Delgado Chalbaud. Esta mujer decía que era rehén personal de Pérez Jiménez por todo lo que ella sabía. De ese paso, Yolanda recuerda la solidaridad de sus compañeras. Todas presas de conciencia, como ella. La querían mucho porque era la más joven. Allí aprendió a tejer porque una de las presas sabía tejer y se empeñó en enseñar a las demás, y a Yolanda le gusta no solo enseñar sino aprender. Como no recibían visita de sus familiares, las presas se convirtieron en algo así como una familia. Hasta el sol de hoy recuerda a casi todas con mucho cariño y respeto, a algunas con mucha admiración.
Dos
años estuvo Yolanda en la Cárcel Modelo,
que quedaba en Propatria, Caracas, en la avenida El Cuartel. Se negó a firmar la
caución que le permitiría salir en libertad condicional. Tal vez por eso, la dictadura consideró que
ella no podía seguir en el país y la expatrió. Hay que decir que hasta la fecha,
Yolanda es la única mujer que ha sido desterrada de Venezuela por causas políticas. ¡Tanto miedo infundía una
muchacha de 20 años!
Llegó
a México, la tierra de las pirámides del Sol y de la Luna, y de Los Niños Héroes, en 1955. Se reencontró
con su amado padre que hacía tiempo había sido exiliado.
En
México, junto con los otros exiliados, continuó su trabajo político para
derrocar la dictadura. Se formó como instructora de cultura física y como
masajista y empezó a trabajar; como era una hermosa joven, tuvo una pequeña
participación en la película “Mujeres encantadoras”, y trabajó en el programa “Cultura
Física” del Canal 5.
Una
vez derrocada la dictadura, regresaron al país y fundaron su familia. Entre
persecuciones y necesidades porque, también en la democracia, ellos fueron
perseguidos políticos. Sin embargo, el hogar de ellos, estuvieran donde
estuvieran, era una biblioteca. Ambos eran lectores impenitentes. Cuando al fin
pudieron tener una casa estable, esa biblioteca empezó a exhibir obras de arte.
En las paredes de esa casa hay obras de Gabriel Bracho, Régulo Pérez y Mateo
Manaure, entre otros. También había una vasija primorosa, hecha a mano por
Ángela Zago, y cantidad de piezas firmadas por la amistad.
Tuvieron
cuatro hijos que crecieron entre libros y arte. Yolanda mantenía vivo su deseo
de ser maestra, en silencio, pero vivo.
Poco
antes de que Israel cambiara de plano, le pidió a su esposa: “Yola, cuida a los
muchachos.”
Así
lo hizo. El amor fue su guía para sacarlos adelante.
Con
los hijos adultos, profesionales todos, con cuatro nietos en el alma y los
brazos, Yolanda por fin vio la posibilidad de hacer realidad su sueño.
Hizo
una equivalencia y terminó la primaria. Se inscribió en bachillerato y
estudiaba igual que una de sus nietas. Cuenta Doña Yola que lo más difícil del
bachillerato fue estudiar inglés, pero pudo con eso y se graduó de bachiller al
mismo tiempo que su nieta: en 2006.
Doña
Yola empezó a estudiar para maestra en la universidad. Y en el año 2009, con 77
años de edad, la niña que jugaba con hojas de almendrón en una quebrada seca,
se convirtió en Maestra.
Es
que a una mujer que sabe que la edad está en la cédula, no en el alma, a una
mujer que se templó a fuego lento en la vida, a una mujer decidida a cumplir un
sueño, no la para nada ni nadie.
Hoy,
a los 85 años, Yolanda Villaparedes, mi madre, con ese brillo en los ojos que
solo pueden tener los niños felices; con la satisfacción íntima de haber
logrado lo que se había propuesto, dice: «Yo quería ser maestra y soy
licenciada en Educación».
Epílogo
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