Mi
abuela era pelirroja, de ojos claros, verdes tal vez; me la imagino pecosa en
la infancia. Ella contaba que, cuando era joven, usaba trenza larga. Bonita su
trenza. Gruesa, rojita.
Nació
en octubre de 1914. En este octubre hubiera cumplido 104 años… Pero se nos fue
también en octubre. Poco antes de partir le dijo a mi tía Lida: “Yo tenía nueve
cartuchos… Ya los gasté.”
No
hay un día en que no la recuerde. Con alegría y orgullo. A veces, cuando cruzo
las piernas y aliso el hilván del vestido, sonrío y pienso: “Mayeja, estás
aquí.”
No
tengo claro cuál era el nombre de pila de Mayeja. Ella decía que Graciela.
También decía que Dora, aunque Dora no le gustaba porque se parecía a lavadora,
licuadora, peinadora… En la cédula dice Graciela Rosa. Algunas veces oí que
alguien la llamaba Dora Graciela. No sé y poco importa. Cuentan que cuando
nací, ella decidió que ningún nieto le iba a decir "abuela" porque siempre
terminaban diciendo “agüela” y eso sonaba horrible, así que a mi me enseñaron a
llamarla como ella quería ser llamada: Mamá Vieja. Pero, cuando empecé a
hablar, deformé esa metáfora y la convertí en Mayeja, así que Graciela, Dora,
Graciela Rosa, o Dora Graciela pasó a ser Mayeja para todos los nietos,
bisnietos y hasta para los vecinos y amigos.
Mayeja
era hija de una muchacha española que servía en la casa de un terrateniente en
los Valles del Tuy, y de ese terrateniente. La crió su abuela, a quien ella
llamaba Mamaíta. De su niñez recordaba que una vez alguien le regaló una muñeca
linda, con la carita de porcelana. La habían comprado en Caracas. Ella estaba
feliz con su muñeca y quería jugar, pero Mamaíta le dijo que no porque la iba a
echar a perder. Entonces la viejita agarró la muñeca y la montó sobre su
escaparate para protegerla. La niña miraba el escaparate y quería volar hasta
el techo y agarrar su muñeca, pero no sabía volar. El juguete se quedó solo
allá arriba y la niña triste aquí abajo.
A
ella no le gustaba el cuarto de su abuela porque era oscuro y tenía unos
muñecos de yeso grandes que eran los santos. Ante ellos debía hincarse a orar
con Mamaíta. Entonces se arrodillaba y guardaba silencio. De esa manera empezó
su relación con Dios. Asustada y a oscuras.
Vivía
en una casa grande, muy grande. Sus abuelos tenían ganado y peones. La niña pelirroja
tomaba leche tibia, recién ordeñada, sabrosa, llena de espumita; también comía
carne casi a diario. Siempre le gustó comer carne.
Pero
ella no era feliz en esa casa grandota tal vez porque no había otros niños, tal
vez porque Mamaíta era muy severa.
Mayeja
nunca hablaba de su mamá, como no fuera para llenarla de improperios. Tampoco
decía mucho de su papá más allá de que era fiestero. Por eso de mis bisabuelos
solo sé que ella se llamaba Rosalía, él Azarías y que por no sé cuáles razones,
no se ocuparon de su hija.
Graciela
tenía familia en Caracas, para ser más exactos, en el centro de Caracas, en la
esquina de Curamichate. La casa quedaba al lado de la casa del doctor Rocha, a
una cuadra de la Botica
de Veláquez. Esa casa también era inmensa. Mayeja contaba que tenía ventanales
grandes que daban a la calle, hoy avenida Lecuna. Que uno entraba por el zaguán
y a mano derecha quedaba un cuarto que se llamaba “paraqué” (nunca supo
explicarme para qué servía el “paraqué”), había otra estancia a la izquierda,
después estaba el patio interior flanqueado por otras habitaciones, al fondo
quedaba la cocina que servía también de comedor y después otro patio y el baño.
En esa casa vivían tías viejas, una de las cuales se llamaba Rosa y para la
niña era medio loca porque salía todas las mañanas a botar los orinales a la
calle. Mayeja se preguntaba siempre qué habría sido de la casa de Curamichate. De
niña ella visitaba esa casa. El viaje lo hacía sobre el lomo de un burro
durante horas. Venía con un peón que traía el arreo de burros cargados, ve tú a
saber con qué. El hombre caminaba conduciendo
a los burritos algo así como una eternidad y ella sentada de lado, adolorida,
cansada, sobre el burro sin poder decir ni pío y aguantando, o descargando, los
apremios de su cuerpo en silencio hasta que llegaban. Graciela también se
aburría en esa casa.
Cuando tenía 11 años, Graciela y una prima iban en burro para algún lugar. Las niñas estaban sentadas “una con las piernas para un lado y la otra con las piernas para el otro” porque en esa época no se estilaba que las mujeres montaran a horcajadas, como los hombres. Las muchachitas habían entrelazado sus brazos para sostenerse y mantener el equilibrio. Cuando llegaron, la prima saltó primero y a Graciela no le dio tiempo de zafarse por lo que cayó y fue tan fuerte la caída que se fracturó el codo izquierdo. No hubo ungüento que no le untaran, plegarias que no elevaran, “sobadas” que no le dieran, promesas que no se hicieran a cuánto santo había… Nada le hizo recuperar la movilidad de su brazo. Quedó con el brazo inmóvil, flexionado, para siempre. Fue entonces cuando Graciela, unilateralmente, rompió palitos con Dios.
Cuando tenía 11 años, Graciela y una prima iban en burro para algún lugar. Las niñas estaban sentadas “una con las piernas para un lado y la otra con las piernas para el otro” porque en esa época no se estilaba que las mujeres montaran a horcajadas, como los hombres. Las muchachitas habían entrelazado sus brazos para sostenerse y mantener el equilibrio. Cuando llegaron, la prima saltó primero y a Graciela no le dio tiempo de zafarse por lo que cayó y fue tan fuerte la caída que se fracturó el codo izquierdo. No hubo ungüento que no le untaran, plegarias que no elevaran, “sobadas” que no le dieran, promesas que no se hicieran a cuánto santo había… Nada le hizo recuperar la movilidad de su brazo. Quedó con el brazo inmóvil, flexionado, para siempre. Fue entonces cuando Graciela, unilateralmente, rompió palitos con Dios.
Andando
el tiempo, nuestra adolescente se enamoró de Gustavo, su primo hermano. Él
también se enamoró de ella. Gustavo construyó un rancho y se casaron. Ellos se
amaron cada día de la vida, a pesar de los tantísimos pesares que la vida les
tenía reservados. Mayeja amó a su Viejo, como ella le decía, siempre, hasta el
último aliento.
Empezaron
su vida como cualquier pareja de campesinos sin fortuna: ella en la casa, él en
las faenas de siembra de conuco. Pero Gustavo era un hombre que tenía
inquietudes que lo llevaron a estudiar, de manera autodidacta, después de
casado. Eso lo sabemos porque, cuando se casaron, el firmó el acta de
matrimonio con su huella dactilar. De modo pues que debió empezar por aprender a leer y escribir porque Gustavo
quería cambiar el mundo y empezó cambiándose a sí mismo. Creciendo. Más tarde
se hizo militante fundador del Partido Comunista de Venezuela con la idea de
cumplir su sueño. Pero eso fue un poquito después.
Como
cualquier pareja de campesinos pobres de principios del siglo XX, tenían muchos
problemas económicos, pero ellos se amaban y eso era suficiente para
sortearlos. Mayeja contaba que, como ella no podía peinarse porque su brazo
izquierdo no se movía mucho, Gustavo la peinaba y le tejía la trenza que antes
tejía Mamaíta.
Esta
joven pareja era tan unida y se querían tanto, que Gustavo atendió el parto de
su primera hija: Yolanda.
Cuando
mi abuelo comenzó a dividir su vida entre las faenas del campo y la actividad
política, no solo en el caserío donde vivían, sino ya en todo el estado
Miranda y se mantenía alejado de casa por bastante tiempo, Graciela
tomó una determinación: cortarse la trenza. Claro, ya no tenía quien la peinara
cada día, ya había dado a luz a dos o tres de sus hijos y Mayeja fue una mujer
de decisiones, pragmática. Cortarse la trenza fue una decisión dolorosa para
ambos, tanto así, que ubicaron un espacio en el patio del rancho y la
enterraron. A veces cierro los ojos y veo a Mayeja como Rapunzel, pero fuera de
la torre…
Más
o menos por esa época la vida empezó a ponerse durísima. Payejo (cuando ella se
convirtió en Mayeja, él se convirtió en Payejo), casi no estaba en la casa, por
lo tanto, Graciela tenía que sembrar, cosechar, buscar agua en el aljibe que
quedaba lejísimo y atender la casa, los muchachos. Yolanda, que tenía como seis
años, se convirtió en su ayudante: pilaba con una mano de pilón que le hizo su
papá, cuidaba a Enso, su hermanito menor para la época; Nel, el segundo de los
hijos, también tenía que trabajar. Él tenía un machetito del tamaño de sus
cinco años y con su herramienta se iba a limpiar monte a otros vecinos; por eso
le pagaban una nadería a la semana.
Payejo
tardaba cada vez más en llegar a casa y el hambre apretaba tanto que un día,
Georgina, una hermana de Graciela por parte de su mamá, le sugirió que se fuera
a vivir en una barraca que ella tenía en Prin. Allí cerca había una escuela. Tal
vez la vida mejoraría. Graciela aceptó. Se fue con los cuatro muchachos por
delante y la mochila con los trapitos.
Aquella
barraca no tenía sino cuatro paredes y un techo, pero cerca quedaba la escuela
rural y ella inscribió a sus hijos mayores, Yolanda y Nel para que estudiaran.
Ellos iban todos los días a la escuela, allí comían y, como también sembraban,
el maestro mandaba para la casa repollo o zanahorias, cualquier cosa que se
produjera. Pero eso no era suficiente para vivir. Entonces ella tomó la
decisión que más la afectó en la vida: subir a la montaña desde el punto más
lejano a la escuela para que el maestro no viera ni escuchara lo que Graciela iba
a hacer. Ella subía con un hacha y golpe tras golpe, tumbaba un árbol. Cuando
finalmente caía el árbol ella imploraba que el maestro no hubiera escuchado el
estruendo. Bajaba de la montaña y esperaba unos días hasta que el árbol se
secara. Cuando creía que ya estaba seco, volvía a subir y, con el mismo hacha,
lo convertía en "rajas" que ataba en un haz de leña y bajaba, agotada, aterrada
pensando en lo que pasaría si el maestro la viera, si se enterara, porque el
maestro, además, era el guardabosque. El miedo fue su compañero en esa época.
El miedo al hambre, a lo que pasaría si la descubrían, a perjudicar a sus
hijos, a parir en soledad. El miedo.
Graciela
bajaba con su haz de leña en la cabeza, el hacha en una mano y la barrigota de
Gustavito. Luego vendía la leña en la bodeguita del otro lado de la calle y ahí
mismo gastaba aquel real: un centavo de papelón, otro de café, cinco pancitos
de a puya y algo más con los tres centavos restantes.
La
barriga crecía, el hambre no amainaba, pero las clases terminarían en julio y Graciela
quería que sus hijos estudiaran. Seguía subiendo, aterrada, a tumbar arbolitos
y a convertirlos en leña. Comían repollo sancochado, que olía feo, y cuando ella
vendía la leña, pan con guarapo.
Según recordaba Yolanda, sería
cuando terminaron las clases que Graciela decidió regresar a su monte. No
iba a parir ahí, sola. Entonces habló con el maestro y le ofreció en venta lo
único que podía valer algo: la máquina de escribir de El Viejo. Le contó que se
iba porque tenía que parir, pero no tenía cómo irse. El maestro le dio 10
bolívares por la máquina. Ella los agarró, recogió los tres perolitos que
tenía, volvió a echar por delante a sus muchachos y se fueron a esperar el
autobús.
Estaban
en la orilla de la carretera cuando llegó el autobús y se bajó... ¡El Viejo!
- ¿Para
dónde van?
- Pa’l
monte. Le vendí la máquina al maestro por 10 bolívares.
- Espérame
aquí. Ya vengo. – Le dijo. Se fue a la escuela y recuperó su máquina. Graciela
regresó a su monte.
A
principios de los años cincuenta, el mayor de los hijos varones, Nel, emigró a
Caracas para trabajar y ayudar a su madre. Nel era casi un niño, pero como
desde chiquitico había trabajado para ayudar en la casa, tomó esa decisión y
empezó a trabajar duro. Vivía alquilado en un cuarto de la casa de uno de sus
tíos en El Valle. Vendía café en el mercado de Coche desde la madrugada para sobrevivir
y reunir dinero. Con gran esfuerzo compró un rancho a medio construir en la
parte más alta de un cerro y decidió traerse a toda la familia. Él los sacaría
adelante.
Pero
la vida siempre se empeña en aliñar los planes. A El Viejo lo pusieron preso en
1951 porque era un opositor al gobierno, así que se convirtió en preso
político. Entonces Yolanda emigró a Caracas para buscar a su padre, para
ocuparse de él. Graciela se quedó con el resto de los muchachitos, allá en el
monte. Con hambre y angustia redoblada, por los hijos en Caracas y por El Viejo en la cárcel.
Cuando
Nel terminó de levantar el rancho, se trajo a su Vieja y a sus cinco hermanos
menores.
En
esta nueva etapa, Dora se reinventó. No sé por qué motivo la llamaban así por
aquellos días, pero ella siempre se refería a sí misma como a Dora cuando
hablaba de esa época. Bien, Dora empezó a hacer trabajo político: buscaba al
Viejo porque no sabía en dónde lo tenían. Hubo un tiempo en que a EL Viejo el gobierno lo desapareció; mi abuela organizó, con apoyo del PCV, un grupo de mujeres que exigían la libertad
para los presos políticos, hacía colectas de comida y recursos para los familiares de los presos,
y atendía la casa y los muchachos. Nel se convirtió, de hecho, en el hombre de
la casa.
Pero
la vida siempre te da sorpresas. Nel enfermó de tuberculosis. Tenía 17 años y
fue ingresado de emergencia al Hospital El Algodonal. Allí pasó largos seis
meses que él recordaba en soledad porque, por una parte, era muy difícil que su
madre o su hermana Yolanda lo visitaran, aunque Yolanda recuerda que lo
visitaba, tal vez no con la frecuencia que Nel deseaba y necesitaba. Eran
tiempos muy duros, no había ni para el pasaje. Por la otra parte, Nel recordaba
ese tiempo con mucho agradecimiento hacia las enfermeras que amorosamente lo
rescataron de la muerte, literalmente le daban la sopa en la boca, así de
delicado era su estado de salud. Nel recordaba con especial cariño al médico
que le salvó la vida y, como él con el paso del tiempo se convirtió en poeta,
les dedicó al menos un poema y los nombres de esta gente hermosa y solidaria aparecen
en el lugar privilegiado de los agradecimientos en el libro de El Poeta de
Caricuao.
Un
día, Gustavito, el quinto hijo de Mayeja, se fue a buscar mangos a La Mariposa. Era un adolescente
inquieto que todavía no cumplía los 15 años. Dora se enteró de eso cuando le
dijeron que su hijo se había caído de una mata de mangos y que no se levantaba. Ella
salió corriendo a buscar a su muchacho. Lo encontró tirado en el suelo, sin
sentido. Se lo llevaron al hospital y allí estuvo casi un mes recuperándose de
una fractura de cráneo.
Mientras
tanto, la dictadura arreciaba las persecuciones y en marzo del 52 cae Yolanda. Estuvo
presa e incomunicada por dos años y luego fue extrañada del país.
No
sé cómo, pero Graciela consiguió una máquina de coser Singer y cosía camisitas
blancas para una fábrica. Le pagaban medio[1]
por cada camisita.
A
punta de querer y fortaleza, Mayeja supo cómo sortear tuberculosis, fractura de
cráneo, prisiones, exilios y hambre.
De
los años 50, ella con insistencia repetía que uno hacía mercado con 50
bolívares, que ella cosía en su máquina Singer de pedal camisitas blancas y
que, con la plata que recibía, ella se
compró su nevera Westinghouse, que pagaba religiosamente 70 bolívares cada mes.
Del trabajo político que hacía, nunca habló, por lo menos conmigo. Apenas
comentaba que algún camarada se quedaba en la casa, que le daban cobijo y
comida a algún otro, pero siempre lo decía como de pasada, puede ser porque
mejor es no saber, mejor es no contar, la vida corre peligro. No lo sé.
En
el 58 regresaron Yolanda y Gustavo de México. Yolanda regresó casada y a
finales de ese mismo año Dora se convirtió en abuela. Ya hablamos de eso al
principio de la historia.
Los
años 60 siguieron siendo difíciles para Mayeja porque El Viejo siguió siendo
perseguido político, preso, desterrado. Gustavito se fue a la Sierra de Falcón siguiendo
la quimera de la revolución y la lucha armada; Lida, la penúltima de sus hijos,
también se vinculó a la guerrilla urbana. Estudiaba segundo año de bachillerato
cuando fue encarcelada. La llevaron al Retén para Menores de El Junquito, donde
cumplió sus 15 años.
Excepto
Gisela, todos los siete hijos de Graciela tuvieron participación en la
política. Con mayores o menores responsabilidades y consecuencias, así que ella
vivía con un salto en el estómago, siempre.
Pero
es que mi abuela estaba hecha de un material que no se consigue con facilidad.
A pesar de todos esos pesares, ella nunca decayó, al contrario, fue mejorando
cada vez más su condición social a punta de muchísimo esfuerzo.
Siempre
he dicho que Mayeja en su vida anterior debe haber sido de la realeza porque
siendo campesina tenía, no solo modales de princesa, sino un lenguaje limpio,
exquisito. Jamás dijo una mala palabra ni toleraba que alguien las dijera en su
presencia. Mayeja era una mujer pulcra. Le gustaba leer y su pasatiempo en la
vejez era resolver “sopas de letras” y hasta crucigramas. No soportaba
escándalos. Así como era fuerte en todos los sentidos, era delicada en todos
los sentidos.
Recuerdo
la casita del cerro que construyó mi tío Nel. Me gustaba. Se llegaba desde la
calle 13 de Los Jardines de El Valle; desde la calle había que subir unas escaleras de
cemento, con escalones largos y un tubo, marrón por el óxido, que hacía de
pasamano. A mitad de camino, esas escaleras, hacían una curva en la que quedaba la casa de
Pérsida, una amiga de mi tía Magaly. Después venía un trayecto largo y plano,
también de cemento y tubo oxidado hasta llegar a la reja de las escaleras que
conducían a la casa de Mayeja y a la casa de Nel.
La
reja tendría como un metro de alto y era de barrotes planos. El cerrojo era un
pasador grande, de esos que tienen como una palanquita con una ranura que
coincide con un saliente, como una orejita, de la reja para luego colocar un
candado. Desde el camino, que así llamaban al trayecto largo que mencioné, se
desprendía la escalera. Como en el escalón 10 se entraba al porchecito de la
casa. Era cuadrado, lleno de matas y flores que mi tía Gisela cuidaba
amorosamente. Uno entraba a la sala donde reinaban muebles de paleta. A la
izquierda quedaban el cuarto de las muchachas: Gisela, Lida y Magaly, y el de
Gustavito, porque Enso ya se había casado y había montado tienda aparte. Para
entrar a los cuartos había que subir un escalón y atravesar la cortina. Después
de la sala, quedaba la cocina grandota que era también comedor y, también a la
izquierda, quedaba el cuarto de Mayeja. El baño y el lavandero quedaban afuera.
Había que subir otros tantos escalones y a la derecha había un pasillo techado
en el que estaba la batea y al fondo el baño. Si uno seguía subiendo, llegaba a
la casa de Nel, que era como esas que pintan los niños: puerta al centro con
ventanos a los lados y techo dos aguas. Era azul y a mi se me antojaba que era
una casita de cuentos.
Dora
seguía cociendo camisitas y ropita para la familia. Su casa exponía su
esfuerzo: la máquina Singer estaba justo al franquear la columna que separaba
la sala de la cocina-comedor, la nevera y la cocina estaban alineadas cerca de
la puerta del cuarto de Mayeja. También tenían radio. Es decir, Graciela, no
solo sabía surfear entre las inmensas olas del mar de la vida, sino que sabía
que el camino es pa’lante y p’arriba.
A
finales de los años 60, Graciela se mudó del cerro para una casita en Corral de
Piedra, por Macarao. Era una casita que había construido el gobierno. Mayeja
contaba que después le adjudicaron un apartamento en la Urbanización Kennedy,
también en Macarao. Recordaba con cariño que se lo había conseguido un adeco,
que estaba en el gobierno y que había sido guasinero[2],
como Payejo. Esa casita también era como de cuentos de hada, sobre todo porque
quedaba en una esquina y había terreno para jugar, siempre hacía frío y
podíamos tocar la neblina con las manos.
La
vida siguió cambiando para bien. En el año 71 regresó Payejo del segundo exilio
y, aunque siguió siendo activista político, eso no volvió a afectar la vida de
la familia porque el presidente de la República para ese entonces, Rafael
Caldera, había iniciado una política de pacificación que terminó con las
guerrillas e incluyó la legalización de todos los partidos políticos.
Como
los muchachos que seguían solteros, Gustavito, Gisela y Magaly trabajaban, la
casita fue mejorando significativamente. Después se mudaron al apartamento que
fue comprado a nombre de Magaly, por ser la más joven, para que le dieran un mejor
plaza de pago.
En
ese apartamento celebraron los 40 años de casados Mayeja y Payejo.
Llegar
a esa casa era una fiesta para los nietos porque en la nevera verde
Westinghouse había siempre, siempre gelatina, quesillo y maltas. Había también
un tazón verde lleno de bistec de chocozuela, adobados, listos para freír.
Mayeja decía que no le podía faltar la carne porque ella se crió comiendo
carne. Sobre el fregador había lo que ella llamaba “la cuerda del pan”: una
cabuya en la que colgaba hallaquitas “de dos en dos” por si alguien tenía
hambre. Mayeja disfrutaba cocinar y que la gente comiera.
Pasar
vacaciones en su casa era lo máximo porque al levantarnos nos daba el café, es
decir, una taza grande de café con leche y un pan calientito relleno con queso amarillo.
A media mañana, nos ofrecía el desayuno que podía ser con hallaquitas y huevos
fritos, queso y mantequilla, o jamón, o cualquier otra cosa que ella inventara.
Cada semana, Mayeja esperaba religiosamente la llegada del camión de La Polar. Entonces bajaba con “el
vacío” de malta al hombro para volver a “llenarlo”. Con el paso del tiempo, los
nietos empezamos a ayudarla a cargar “el vacío” y “el lleno”.
Creo
que esa fue la época dorada para ella y para nosotros, los nietos. Tenía una
casa propia y bonita, grandota, El Viejo y los hijos estaban todos cerca de
ella, disfrutaba sus nietos que éramos un montón y, cuando llegábamos en
manada, se tendían colchonetas en la sala y armábamos el campamento gitano por
las noches.
Pero
nada en la vida dura para siempre. El 21 de diciembre de 1973 murió su Viejo. El
amor de su vida se había ido está vez para no regresar. Se lo llevó un infarto
fulminante al corazón. Estaba en el derecho de palabra en una sesión del Buró
Político del PCV.
La
casa de Mayeja siguió siendo refugio amoroso y feliz para hijos y nietos. Con
malta y quesillo, caraotas y bistec, gelatina y pan “calentaíto” con queso
amarillo.
A
finales de los 80 y hasta comienzos del siglo XXI Mayeja se inventó otra forma
de consentir a los hijos y a los nietos. Se volvió itinerante. Aprendió a hacer
una salsa para pastas que ella llamaba "la salsa portuguesa" porque se la enseñó una
señora portuguesa. Llenaba frascos de vidrio enormes con esa salsa y se iba de
visita. Llegaba a cada casa cargada de obsequios: exquisita salsa de carne con
base de ajoporros, plátanos y, de postre, dulces criollos: almidoncitos,
conservitas de batata, de coco y turrones de maní.
Fue
por esa época cuando me hice amiga de Mayeja. Cuando nos descubrimos o, mejor
dicho, cuando nos dimos el permiso para intimar. Ella, viajera; yo, aterrizando
de una larga ausencia, sin trabajo y sin saber de dónde agarrarme. Hablábamos
mucho y siempre.
En
1992 compré mi primer carro y me convertí en chofer particular de Mayeja, que
para ese momento se había mudado del apartamento para la casa de mi tía Lida.
Yo la llevaba de casa de mi tía Lida, en Guarenas, a casa de mi mamá en Caracas,
y al revés. Ella pasaba temporadas en casa de una y en casa de otra aunque su
residencia oficial era en casa de mi tía.
Cuando
íbamos camino a casa de mi mamá, Mayeja me pedía que nos paráramos en La Bandera, en el camión que
vende plátanos.
- Niña,
¡a mí sí me gustan los plátanos! Y ese camión está ahí siempre, llenito de
plátanos, amarillitos… ¡Provocan!
Por
supuesto yo me iba por La
Bandera y si estaba el camión, nos parábamos y ella se bajaba
y compraba plátanos. Si no había camión, decía, ajena a las temporadas de
cosecha y esas cosas:
- ¡Que
raro! No está el camión, ¿qué pasaría? Niña, ¡a mí sí me gustan los plátanos!
Mira, cuando yo me muera, no quiero que vengan a mandarme flores ¿para qué? Uno
después de muerto ni siente, ni padece. Si me quieren dar algo, que me lo den
en plátanos ¡pa’ comérmelos! – y soltaba una carcajada, discreta, pero
carcajada.
Por
el año 2000, más o menos, Mayeja empezó a tener problemas de salud. Le dolía la
cadera. Mucho. Pero mi abuela era fuerte. Repetía a quien quisiera escucharlo
que ella no sabía lo que era un dolor de cabeza. Se lamentaba de que tenía
dormidos tres dedos de la mano derecha: pulgar, índice y medio. Por culpa de
eso no le permitían fregar platos en ninguna casa y ella se quejaba, decía que era que
le tenían asco. Murmuraba “¡Eso sí es malo, niña, llegar a viejo sí es malo!”
Cuando
ella estaba en casa de mi tía, los fines de semana la visitaban los otros hijos.
En el jardín de la casa, al lado de la puerta, estaba la silla de Mayeja. Ahí,
alrededor de ella se formaba una tertulia muy sabrosa porque la casa de mi tía
Lida siempre fue un lugar de encuentro de la familia y los amigos. Recuerdo que
una vecina la llamaba la casita de azúcar.
Nosotras
seguíamos hablando de “aquellos tiempos, niña”. Ella crecía ante mis ojos, yo
guardaba silencio. Jamás la oí quejarse, menos le escuché culpar a alguien, o a
algo, de sus tribulaciones, tampoco jamás se vanaglorió de sus aciertos. Creo
que no los dimensionó. De lo que estuvo orgullosa todo el tiempo fue de que sus
siete hijos eran gente de bien, que ninguno fumaba y que ninguno bebía. Ese fue
su mayor orgullo.
A
mediados del 2002, Mayeja dejó de caminar, se quedó en la cama. Era un dolor verla reducida a su camita
en el cuarto de abajo. La visitaban los hijos, los nietos. La atendían con
devoción sus hijas Gisela y Lida. Yo iba los sábados y me sentaba al borde de su
cama mientras ella todavía hablaba, porque se arrimaba un poquito para darme un
ladito y conversar.
Mayeja
después dejó de hablar. Eso fue terrible. Ella allí acostadita, como un bebé
grande, muy grande, con sus ojos mirando con tristeza. Algún sábado le llevé un
potaje que mi amiga China me había enseñado a preparar: en una olla con poco
agua se pone lagarto con hueso, se agregan jojoto, brócoli, zanahoria, papa,
hierba buena, célery, ajo, cebolla y sal. Se cocina tapado, a fuego muy lento
hasta que la carne esté suave. Luego se licúa todo junto. Eso es una inyección
de salud, decía China. Yo llevé alguna vez ese potaje con la esperanza de que
Mayeja hablara.
Un
sábado de septiembre llegué y ella estaba muy inquieta. No decía nada, pero se
revolvía en la cama, estaba intranquila. En el jardín estaban haciendo una
parrilla ya no recuerdo por cuál motivo. Llamé a mi casa y pedí que me trajeran un frasquito de Rescue Remedy, tal vez las Flores de Bach la ayudarían…
A
los pocos minutos llegó el encargo. Pasé la tarde a su lado, hablándole despacito
y bajito. Durante 45 minutos o una hora, le di cinco gotitas de Rescate cada
cinco minutos. Le acariciaba la cabeza. No sabía cómo ayudarla. Ese sábado
estuve con ella toda la tarde y parte de la noche.
El
domingo 13 de octubre, Yolanda sintió una tristeza tan devastadora que no la
compartió con nadie; solo lloraba. Buscó una tela gris y se puso a hacer un
patrón para hacerle un vestido a su mamá. Era un vestido diferente. Mayeja
decía que Yolanda era la hija que la vestía porque Yolanda sabía coser y lo
hacía muy bien, le hacía todos sus vestidos, le compraba prendas íntimas y
zapatos.
- Yolanda
me viste de pies a cabeza, niña. - Decía Mayeja.
El
martes 15 de octubre Yolanda seguía en silencio, solo lloraba. Había escrito en
una hoja una canción que Payejo le cantaba a Mayeja. La guardó. También guardó
el vestido gris. Se arregló y salió a visitar a su mamá. Era temprano en la
mañana.
En
casa de Yolanda quedó su hija menor asustada, nunca había visto a su madre en
ese estado. Al mediodía las hijas y las nietas de Yolanda estaban en la casa
materna tristes y sin explicaciones.
De
camino a Guarenas, Yolanda compró un clavel rojo, la flor preferida de Mayeja.
Llegó a visitar a su mamá. Nadie sabe de qué hablaron. Yolanda le dio el clavel
y empezó a cantarle a su mamá.
Entonces
Mayeja, mi Mayeja, se durmió arrullada por el amor de su hija mayor.
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